Editorial

Nueva legislación sobre cohecho

"Perseguir la corrupción es una noble empresa, sin duda. Hacerlo atarantadamente, mirando las encuestas, arrasando con los principios penales de rango constitucional y arriesgando la seguridad jurídica de manera grave, es una empresa más bien cuestionable".

En los tiempos que corren, todos celebran las modificaciones que se introducirán al Código Penal con el objeto de endurecer las sanciones al cohecho.

En lo esencial, la nueva normativa, que ya se encuentra en su tramitación final tras la aprobación del Senado de la proposición formulada por la Comisión Mixta para superar las divergencias suscitadas entre la Cámara Alta y la Cámara Baja a propósito del proyecto de ley contenido en el Boletín Nº 10.739-07, endurece las penas y, respondiendo a aspiraciones reiteradas, releva a los fiscales de la pesada carga de probar cosas “muy difíciles de probar”.

En un país en donde las sanciones para los acusados del caso Penta, por ejemplo, están lejos de las privaciones de libertad e incluyen la obligación de tomar un curso de ética, es imposible que este tipo de iniciativas no cuente con un apoyo transversal de la clase política, que parece estar ejerciendo un acto de auto exorcismo con el objeto, como señaló Rabindranath Quinteros (PS), de que la sociedad “vuelva a confiar en los políticos”.

En ese sentido, debemos recordar que si el aumento de penas es un asunto delicado – y nadie dice que en este caso en particular no esté justificado –, mucho más sensible es la correcta tipificación de una conducta. En este caso, con satisfacción, la mayor parte de los involucrados se muestra satisfecha de que ahora vaya a poder sancionarse a un funcionario público por el solo hecho de recibir dinero de un particular, aunque no se compruebe una contraprestación.

Puede ser impopular, en especial enfrentando aprobaciones unánimes del Senado, recordar que el derecho penal debe mantenerse dentro de un estricto apego a la racionalidad. Si un funcionario público recibe dinero de un particular, en concreto un amigo, porque se trata de un préstamo para dializar a su madre, ¿comete cohecho? ¿Basta la sola recepción del dinero? Y si concordamos en que en este caso no hay delito, ¿será el funcionario quien debe probar su inocencia, demostrando el motivo del préstamo y el uso del dinero, ficha clínica y testimonios de los doctores mediante? Porque si es así, entonces invertiremos a su respecto la carga de la prueba y solo con respecto al funcionario público deberemos entender que no opera la presunción de inocencia, que es un principio de rango constitucional.

Perseguir la corrupción es una noble empresa, sin duda. Hacerlo atarantadamente, mirando las encuestas, arrasando con los principios penales de rango constitucional y arriesgando la seguridad jurídica de manera grave, es una empresa más bien cuestionable.

Cuando se legisla penalmente no debe responderse solamente a la pregunta de cómo asegurarse de que ningún culpable quede impune, sino, sobre todo, a la de cómo asegurarnos de que la redacción de los tipos no lleve a ningún inocente a la cárcel.

Toda lucha contra la delincuencia supone no tratar al delincuente como a un enemigo al que se le recortan las garantías constitucionales, por dos razones sencillas: la primera, porque es precisamente la plena vigencia de esas garantías las que pueden permitirnos saber, al final de un debido proceso, si en verdad se trata de un delincuente o de un inocente; y, segundo, porque las garantías procesales y constitucionales son parte irrenunciable de un estado de derecho auténticamente democrático.

Ferrajoli ha destacado el prejuicio creado por las campañas “emergentistas de la seguridad” que acusan la ineficiencia del sistema penal a la hora de castigar, debido, señalan ellas, al “exceso de garantías” para los imputados. Reconoce que “las garantías del correcto proceso son más impopulares que la ciega represión”, pero recuerda que el garantismo apunta al respeto de los derechos fundamentales, entre los que el primero de ellos es la presunción de inocencia. Nos recuerda este notable autor que la única eficiencia penal que podemos perseguir con sensatez es la que respete estos derechos fundamentales (Luigi Ferrajoli, El paradigma garantista, Editorial Trotta, Madrid, 2018).

Si los funcionarios públicos ahora se presumen culpables por el solo hecho de recibir un dinero (incluso el que sin su consentimiento le deposite quien quiera inculparlo) y no inocentes como los demás, es porque estaremos perdiendo de vista que el sistema penal no puede ser justo al margen de los derechos fundamentales de las personas, entre ellos la presunción de inocencia o la igualdad ante la ley. Y porque estaremos más interesados en evitar la libertad de los culpables que en proteger la de los inocentes.

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