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Derecho preferente para periodistas: ¿por qué es urgente fortalecer al “gatekeeper”?
Decir que el periodismo está en crisis es casi un lugar común. Esta profesión u oficio, particularmente sensible a las transformaciones tecnológicas y económicas, parece estar en constante transición. Acostumbrados a adaptarse y sobrevivir a los cambios, los y las periodistas tienen bastante moderada su capacidad de asombro. Sin embargo, el auge de los desórdenes informativos trae características inéditas que están volviendo a poner al periodismo en una encrucijada, y con ello, al sistema democrático en su conjunto.
Por Catalina Gaete Salgado*.
La desinformación está lejos de ser un fenómeno contemporáneo. Todo lo contrario: la mentira ha servido como una efectiva herramienta de propaganda a lo largo de la historia, con estrategias para manchar la reputación del adversario registradas, al menos, desde el Imperio Romano.
Igual de pretérito es el uso de la tecnología como un coadyuvante de la desinformación. Por ejemplo, en 2016, el profesor Jacob Soll describió cómo las falsedades comenzaron a circular con la creación de la imprenta de Johannes Gutenberg, en 1439. Se trataba de falsificaciones de documentos oficiales de la iglesia, mercaderes o del gobierno, que luego los historiadores comenzaron a distinguir de la información verdadera.
Leyendo estas referencias históricas puede concluirse que es natural que la desinformación emerja en toda organización social. Sí, pero los desórdenes informativos contemporáneos tienen rasgos verdaderamente inéditos.
Como ya es sabido, los ecosistemas digitales están protagonizados por plataformas de redes sociales que operan a través de algoritmos y sistemas de recomendación automatizados, los que determinan qué aparece en el feed. Según Arvind Narayanan, profesor de informática en la Universidad de Princeton, los algoritmos seleccionan los contenidos basándose en los patrones de comportamiento del usuario: aquellos que han mostrado mayor interés continuarán apareciendo, mientras que los que no generen interacción, perderán visibilidad. Ese diseño interno de las plataformas, según el Tribunal de Cuentas Europeo, prioriza y amplifica el contenido que atraiga más atención, el más personalizado y popular, por sobre criterios de calidad o veracidad de la información.
El modelo de negocios de las redes sociales está causando transformaciones estructurales en el sistema democrático, particularmente en relación al concepto de gatekeeper, que se refiere a la capacidad de ciertos actores para introducir o excluir información de la esfera pública. Tradicionalmente, este rol lo han jugado instituciones o autoridades con información oficial, aunque en sistemas democráticos, esta función se le encomienda a la prensa. Los teóricos, como el periodista y politólogo sueco Jesper Strömbäck, aseguran que esta delegación en la prensa se hace a través de un acuerdo social; un acuerdo en donde el sistema democrático garantiza plena libertad a periodistas y medios de comunicación, a cambio de que éstos contribuyan a la formación de una opinión pública libre.
Para nadie debe ser novedad que este acuerdo es cada vez más difícil de sostener en el entorno digital. La capacidad de generar, distribuir y recibir contenidos instalada en cada persona que posea un dispositivo, ha transformado radicalmente los hábitos de consumo de información. Ejemplo de ello es que el Reuters Digital News Report de 2023 reportó que las redes sociales se han transformado en la principal forma de acceder a las noticias en varios mercados alrededor del mundo, y que las celebridades e influencers reciben más atención que los propios periodistas. Chile está entre los países que lideran ese indicador, con 52% de los encuestados declarando consumir noticias principalmente a través de las plataformas de redes sociales.
Ante este escenario, el periodista Fernando González-Urbaneja sostiene que el factor tecnológico ha “liquidado el monopolio de la intermediación informativa que tenían los medios y los periodistas, que ya no son necesarios para obtener información”, mientras que el jurista Rafael Bustos-Gisbert dibuja las implicancias de este fenómeno para el sistema democrático: “han perdido también el monopolio en la función de formación de una opinión pública libre”. Así, el periodismo está en las antípodas del gatekeeper, la conceptualización que lo definió durante buena parte del siglo XX.
La transformación que he descrito no es intrínsecamente negativa. Al fin y al cabo, fuimos muchos los que celebramos y nos beneficiamos de la democratización que trajo internet, permitiendo la entrada de nuevas voces y nuevas agendas a la esfera pública. Lo que resulta preocupante es, por un lado, la potencial artificialidad del debate en los entornos digitales –con múltiples casos documentados de cuentas falsas y actividades automatizadas– y por otro, el problema de la veracidad de los contenidos que circulan en internet, especialmente en momentos críticos, como catástrofes naturales o campañas electorales, cuando las mentiras apuntan a deteriorar la confianza de las personas en las instituciones.
En este contexto, ¿cómo podemos combatir la ola de contenidos desinformadores sin afectar derechos fundamentales como la libertad de expresión? Experiencias previas, como el intenso trabajo desarrollado por la Unión Europea respecto a esta materia, demuestran que la respuesta debe ser igual de multifacética que el fenómeno, con estrategias educativas, regulación de las plataformas y financiación para el fact-checking, entre muchas otras. También son importantes las medidas que puedan fortalecer al actor que, de acuerdo a la configuración de nuestro sistema político, está mandatado a ser el gatekeeper, con la tarea de garantizar una opinión pública libre: la prensa.
Aunque no es tarea fácil definir qué es el periodismo y qué hacen los periodistas –ya que como indica la académica chilena Claudia Mellado, los roles periodísticos no son en absoluto estáticos, sino que situacionales, dinámicos y fluidos– hay un cierto consenso en torno a que los periodistas trabajan con las noticias (news-workers en inglés), lo que implica que se trata de información verdadera y de interés público. La manera en que se desempeñan estas funciones es sumamente variada: los géneros, lenguajes, formatos, métodos, fuentes y rutinas cambian constantemente, adaptándose a los hechos que se cubren, a los contextos que los envuelven, a las condiciones materiales y las líneas editoriales del propio medio o equipo periodístico. En medio de esta variabilidad, compleja y crítica para la democracia, los mismos periodistas han trazado una serie de principios éticos y códigos deontológicos para autorregular su quehacer y formar en las escuelas. En estos códigos, generalmente se habla de veracidad y de verificación: es decir, aún en su inmensa diversidad, en el ethos del periodismo está el antónimo de la desinformación.
En entornos digitales contaminados, propongo que es indispensable distinguir, proteger y fortalecer a quienes han sido entrenados para recolectar, tratar y procesar la información con buena fe y diligencia profesional (diligencia profesional que admite la posibilidad de error, pero que establece mecanismos éticos de reconocimiento y reparación). Se trataría entonces de adoptar una perspectiva de discriminación positiva, con miras a otorgar un derecho preferente para periodistas, con ciertas garantías para facilitar su trabajo (por ejemplo, a través de la Ley de Transparencia y fuentes abiertas) e incrementar la visibilidad de sus contenidos (con medidas de co-regulación acordadas con las plataformas). Porque, como ha dicho el Parlamento Europeo en el preámbulo de la EMFA, la nueva Ley de Libertad de Medios de Comunicación aprobada en mayo de 2024, el periodismo es el antídoto.
*Catalina Gaete Salgado. Periodista y candidata a doctora de la Universidad Complutense de Madrid. Académica Pontificia Universidad Católica de Chile. Realiza estancia doctoral en el programa de Doctorado en Derecho de la U.Central.