Columnas
Libre competencia: ¿y nosotros qué queremos?
"El proyecto de norma (aprobado por la Comisión de Medio Ambiente y Modelo Económico de la Convención Constitucional) declara inconstitucionales los actos y actividades privadas que tiendan a establecer monopolios, oligopolios, integraciones horizontales y verticales, además de conductas abusivas de posición dominante. Con o sin quererlo, el proyecto de norma tiene un aire Neo-Brandeisiano al focalizarse en estructuras de mercados (monopólicas, oligopólicas, integradas), pero el intento excede lo aconsejable y el resultado puede ser lo contrario de lo buscado".
Por María José Henríquez *
Decir que 2022 se viene muy movido en materia de libre competencia probablemente se queda corto. La disciplina evoluciona rápido al ritmo de los vientos que vienen especialmente desde Estados Unidos asociado al movimiento de los Neo-Brandeisianos o estructuralistas; y también a nivel local por la discusión sobre si incluir o no y cómo la protección a la competencia a nivel constitucional. Resulta interesante constatar la existencia de una conexión entre ambas realidades.
Partiendo con una discusión internacional muy interesante, vemos cómo la https://estadodiario.com/wp-content/uploads/2018/02/im4-1.jpgistración Biden en Estados Unidos adscribió sin mucha reserva a las teorías más estructurales sobre el rol de la legislación de libre competencia. Críticos del estándar del bienestar del consumidor, como la nueva cabeza de la Federal Trade Commission, Lina Khan, o el asesor de la Casa Blanca, Tim Wu, los también conocidos como “hipster antitrust” creen que las autoridades deben ser intensas en atacar las estructuras de mercado, como causantes de daños anticompetitivos y como acumuladores de poder de mercado, en especial en plataformas tecnológicas. Se alejan del estándar del bienestar del consumidor y del análisis basado en los efectos en precio de una conducta, ya que, señalan, centrarse solo en ello podría dejar sin sanción conductas de grandes empresas que pueden ofrecer precios bajos a consumidor – como Amazon – pero que igualmente explotan poder de mercado con efectos negativos.
El tema refleja una discusión no zanjada entre expertos de libre competencia: si la misma puede o debe cambiar el foco hacia atacar las estructuras de mercado, más que las conductas.
En nuestro país no estamos muy lejos de esta discusión. Hace unos días circuló un proyecto de norma constitucional aprobado por la Comisión de Medio Ambiente y Modelo Económico de la Convención Constitucional que se focaliza principalmente en estructuras de mercado.
El proyecto de norma declara inconstitucionales los actos y actividades privadas que tiendan a establecer monopolios, oligopolios, integraciones horizontales y verticales, además de conductas abusivas de posición dominante. Con o sin quererlo, el proyecto de norma tiene un aire Neo-Brandeisiano al focalizarse en estructuras de mercados (monopólicas, oligopólicas, integradas), pero el intento excede lo aconsejable y el resultado puede ser lo contrario de lo buscado.
La razón es simple: ¿qué es anticompetitivo? La certeza de que esa definición no es posible a priori es evidente desde la primera ley antimonopolio en el mundo: la Sherman Act de 1890 en Estados Unidos. Con un texto corto y de textura abierta que incluye la “monopolización” como un ilícito, ha permitido que en su nombre se tomen decisiones tan disímiles como desde desintegrar empresas hasta el permitir ciertas conductas porque son eficientes (no importa si dañan al consumidor). Es decir, su aplicación práctica varía conforme van evolucionando los consensos doctrinarios y jurisprudenciales.
Algo parecido pasa en nuestro país. Tenemos un texto legal que dice que es contrario a la libre competencia todo hecho, acto o convención que impida, restinga o entorpezca la libre competencia. Leído de otra manera sería “es anticompetitivo lo anticompetitivo”. Esta aparente redundancia o indefinición a nivel legal no es un error, sino que fue deliberadamente escrito de esa manera y también es evidencia de que no es posible a priori saber si un hecho, acto o convención es pernicioso para la competencia. Esto incluye a las estructuras de mercado. Todo depende de qué se quiera proteger y su contexto.
Digamos que preferimos mercados desconcentrados, en que el emprendimiento individual o familiar es preferido a grandes empresas que concentran un alto porcentaje de poder mercado. Pareciera una decisión de política de competencia que puede estar inspirada en ideales legítimos. ¿Pero a quiénes estaríamos protegiendo realmente? Es probable que tal estructura artificialmente impuesta sea en los hechos poco eficiente y, en consecuencia, produzca precios más altos en el mercado (y menor calidad e innovación). En definitiva, los perjudicados serían las personas. ¿Era eso lo que se buscaba? Los críticos del movimiento Neo-Brandeisiano dicen que los defensores del estructuralismo suelen olvidar realmente qué era lo que se quería proteger.
Además, la bondad o maldad de una estructura de mercado depende también de su contexto. En algunos mercados podemos tolerar un aumento temporal de concentración porque es esperable que ingrese nueva competencia en el corto plazo, o bien porque este aumento de concentración es eficiente o necesario temporalmente para conseguir otros fines sociales igualmente importantes (integración horizontal). En ocasiones la integración entre distintos eslabones de la cadena de producción puede ser deseable porque el eliminar dobles márgenes podría redundar en bajas de precios al consumidor (integración vertical). En otras industrias la existencia de monopolio es inevitable (como en los monopolios naturales en que no es posible replicar cierta infraestructura o inversión), o incluso, necesario para su existencia (como en el caso de las patentes de invención).
Es por esto que, en nuestro país y en el mundo, se ha dejado a las autoridades de libre competencia la definición y otorgamiento de contenido al principio que dice que nos gusta la competencia. Además, se han creado herramientas para el control (no prohibición) ex ante de la concentración cuya aplicación se ha dejado a las mismas autoridades. Si nos sigue gustando la competencia y sus efectos positivos a nivel macro, respecto a lo cual existe abundante evidencia, entonces fortalezcamos a las autoridades y garanticemos su independencia al tiempo que buscamos mecanismos para que tengan un actuar eficaz de cara a la ciudadanía, pero evitaría declaraciones a nivel constitucional que pueden ir justo en el sentido contrario.
* María José Henríquez es socia de Morales & Besa, abogada licenciada de la Universidad de Chile y Magíster en Regulación y Derecho de la Competencia de la New York University. Además, cuenta con un Diploma en Regulación y Competencia de la Facultad de Economía y Negocios de la Universidad de Chile y forma parte de la Red Pro Competencia.