Columnas
De nuevo sobre el arrendamiento de locales: sobre el sentido del artículo 1932 del Código Civil y dos célebres casos ingleses
"En rigor, se trata de una regla (art. 1932 CC) que opera como criterio de distribución legal de los riesgos asociados a la pérdida total o parcial de la cosa arrendada y, por tanto, que no puede recibir aplicación directa por estar destinada a resolver la suerte del contrato cuando la cosa se destruye total o parcialmente por un vicio propio".
Por Jaime Alcalde Silva *
La discusión provocada por la situación de los arrendamientos de locales comerciales derivada de las medidas sanitarias adoptadas para combatir la pandemia de COVID-19 ha acabado centrada en dos líneas de argumentación: la aplicación del artículo 1932 CC y la moción parlamentaria presentada para introducir la teoría de la imprevisión en el Código Civil. En dos columnas anteriores me he ocupado de ambas respuestas, intentando demostrar que la exoneración del arrendatario de su obligación de pagar la renta se funda en la naturaleza del contrato, y que la teoría de la imprevisión, además de innecesaria en un contexto como el actual, no es una solución efectiva por el rigor de sus presupuestos.
Esta vez quiero volver sobre el sentido que tiene la regla del artículo 1932 CC, para intentar demostrar por qué ella no se aplica a la situación del arrendatario que se ve impedido de gozar del local arrendado por las medidas que el poder público ha adoptado para combatir la propagación del COVID-19. En rigor, se trata de una regla que opera como criterio de distribución legal de los riesgos asociados a la pérdida total o parcial de la cosa arrendada y, por tanto, que no puede recibir aplicación directa por estar destinada a resolver la suerte del contrato cuando la cosa se destruye total o parcialmente por un vicio propio. Hernán Corral ofreció hace algunas semanas una síntesis de las opiniones vertidas al respecto, incluyendo la suya, en una interesante columna.
Para analizar el citado artículo 1932 CC, hay que diseccionar su estructura a partir de los dos elementos que integran su supuesto de hecho (el mal estado o calidad de la cosa arrendada debido a vicios objetivos del misma que impide hacer de ella el uso para el que ha sido arrendada) y de la consecuencia jurídica que se imputa a su ocurrencia (la terminación del contrato o la rebaja de la renta). Finalmente, se puede comparar su caso y el que se quiere solucionar con dos célebres sentencias inglesas relacionadas con la teoría de la frustración del contrato.
El supuesto de hecho: el mal estado o calidad de la cosa arrendada
La primera distinción que hay que hacer respecto del artículo 1932 CC se refiere al supuesto material sobre el que se formula la regla. Ella versa sobre “el mal estado o calidad de la cosa” que impide al arrendatario “hacer de ella el uso para el que ha sido arrendada”. Conviene que recordar que el objeto del arrendamiento es “el goce de la cosa” que el arrendador cede al arrendatario durante el tiempo de vigencia del contrato (artículos 1460 y 1915 CC). Para que ese uso sea posible, es necesario que la cosa se encuentre en estado de prestar el servicio que corresponde de acuerdo con la utilidad del contrato. Por eso, una vez producida la entrega (artículo 1924, núm. 1° CC) y superados los inconvenientes asociados (artículos 1925 y 1926 CC), el arrendador permanece obligado a mantener la cosa en el estado de servir para el fin a que ha sido arrendada (1924, núm. 2° CC) y a liberar al arrendatario de toda turbación o embarazo que sufra en el goce de la cosa arrendada (artículo 1924, núm. 3° CC).
La primera obligación del arrendador se traduce en soportar el costo de las reparaciones no locativas que sean necesarias y también aquellas reparaciones locativas que provengan de caso fortuito o fuerza mayor o de la mala calidad de la cosa (artículos 1927 y 1935 CC). La razón es que el riesgo que afecte a la prestación característica del contrato siempre recae sobre el arrendador, porque la cosa sigue siendo suya y sólo se ha desprendido temporalmente del goce. De ahí que el arrendatario sólo se deba hacer cargo de las reparaciones locativas producidas por el uso de la cosa o que se conectan con los deterioros que ordinariamente se producen por culpa del arrendatario o de sus dependientes (artículo 1940 CC), sin que supongan una alteración en la forma de la cosa arrendada o que impidan su uso (artículo 1928 CC). De manera más específica y para los arrendamientos de inmuebles, se puede decir que estas reparaciones corresponden a “aquellas obras que tienen como finalidad mantener el inmueble en las debidas condiciones de higiene y ornato sin afectar su estructura portante, su distribución interior, sus características funcionales, formales y/o volumétricas”. Tal es la definición que da para el derecho colombiano el artículo 2.2.6.1.1.10 del Decreto Único Reglamentario del Sector Vivienda, Ciudad y Territorio (Decreto 1077, de 26 de mayo de 2015), que bien se puede usar aquí con fines ilustrativos a falta de otra mejor.
La obligación del arrendador de liberar al arrendatario de toda turbación o embarazo tiene dos dimensiones. La primera es de índole material y se refiere a que el arrendador no puede mudar la forma de la cosa arrendada ni efectuar obras o trabajos que turben o embaracen el goce de ella (artículo 1928 CC), ni tampoco afectar ese goce de ninguna otra forma (artículo 1929 CC). La segunda se refiere a la afectación que provenga de una causa jurídica, como sucede cuando un tercero reclama derechos sobre la cosa arrendada (artículos 1930 y 1931 CC), sobre todo considerando que se puede arrendar una cosa ajena (artículo 1916 II CC). En esos casos, el arrendador queda obligado respecto de modo semejante a lo que sucede con el saneamiento de la evicción en la compraventa.
Pues bien, el artículo 1932 CC versa sobre un problema relativo a la materialidad de la cosa arrendada, como es que el mal estado o calidad de la misma afecte el goce que de ella tiene derecho a hacer el arrendatario. Es lo que sucede, por ejemplo, si las vigas que soportan el techo del inmueble arrendado estaban afectadas por una plaga de termitas y, de pronto, éste se desploma impidiendo su uso. De esto se sigue que la regla no está pensando en supuestos donde son ciertos hechos externos al contrato (como sucede con las medidas sanitarias derivadas de la pandemia de COVID-19) los que impiden el funcionamiento del giro comercial del arrendatario. Se trata simplemente de un problema que afecta la cosa arrendada en cuanto realidad física, porque es su correcta calidad o estado la que permite el goce del arrendatario. La circunstancia que impide al arrendatario operar en el local arrendado no es un evento incorporado en la distribución de riesgos del contrato, porque no incide sobre la obligación de pagar la renta (ella siempre es posible por tratarse de una obligación dineraria), ni tampoco aquella de garantizar el goce de la cosa que incumbe al arrendatario (porque dicho impedimento no deriva de la cosa o del arrendador, sino de un acto de autoridad). Por eso, y como decía en una columna anterior, no hay técnicamente caso fortuito ni fuerza mayor (artículo 45 CC) en los casos derivados de la pandemia que vivimos, porque los hechos externos al contrato (las prohibiciones de funcionamiento impuestas por razones de salubridad pública) no afectan la ejecución de los deberes de prestación de las partes.
El origen del vicio que afecta la cosa
La segunda distinción en torno al artículo 1932 CC se relaciona con el origen del vicio y muestra la particularidad que tiene el arrendamiento frente a la compraventa, por el momento en que se traspasa el riesgo en uno y otro contrato. En el arrendamiento, el mal estado o calidad de la cosa puede haber existido al tiempo del contrato o haberse producido con posterioridad. En el primer caso, resulta indiferente que el arrendador conociese o no la existencia del vicio. Lo relevante es que se trate de un vicio propio, vale decir, del “germen de destrucción o deterioro que llevan en sí las cosas por su propia naturaleza o destino, aunque se las suponga de la más perfecta calidad en su especie”, por usar la expresión del artículo 549 II CCom. Como se observa, la solución es distinta a la que el Código Civil da a propósito de la compraventa. En ese contrato, si bien la definición de vicio redhibitorio no requiere del conocimiento del vendedor, bastando con su existencia al tiempo al momento de contratar (artículo 1858 CC), su responsabilidad sí está modulada por el conocimiento real o previsible que puedo tener. De esta manera, si conocía o no podría menos que conocer los vicios, el vendedor responde de la restitución y la rebaja del precio y de los demás perjuicios sufridos por el comprador; mientras que si no los conocía ni le era exigible conocerlos sólo queda obligado a restituir o rebajar el precio (artículo 1861 CC). Por el contrario, en el arrendamiento la situación es distinta por la naturaleza del contrato.
Pothier explicaba esta diferencia de la siguiente manera: “La razón de la diferencia reside ante todo en que el contrato de compraventa se reputa perfecto por el consentimiento de las partes, de suerte que la cosa vendida deja de estar a riesgo del vendedor y pasa a riesgo del comprador; mientras que en el contrato de arrendamiento la cosa permanece siempre a riesgo del arrendador. La razón ulterior es que, en el contrato de compraventa, es la cosa misma la que se vende, la cual es el objeto y el sujeto del contrato. Es suficiente que esta cosa exista, aunque perezca después, para que el contrato tenga un sujeto, y para que subsista la obligación del comprador de pagar el precio. Por el contrario, en el contrato de arrendamiento, no es propiamente la cosa arrendada, sino el goce continuo de esa cosa por todo el tiempo que el contrato deba durar, lo que constituye el objeto y el sujeto del contrato de arrendamiento; es por esto que, cuando el arrendatario cesa de poder tener ese goce, falta el sujeto del contrato, y el arrendatario no puede ser obligado a pagar el precio de un goce que no ha tenido” (Traité du contrat de louage, núm. 112).
Esto significa que la modulación de la responsabilidad del arrendador sólo afecta la indemnización de perjuicios, y no la terminación del contrato o la rebaja de la renta, siempre que el vicio haya existido al momento del contrato. En cambio, respecto del resarcimiento sí resulta relevante la previsión del vicio por parte del arrendador (artículo 1933 CC) y el conocimiento que puedo tener el arrendatario (artículo 1934 CC).
Como se observa, el régimen de responsabilidad derivado de los vicios que presenta la cosa arrendada es objetivo, porque la consecuencia prevista por la ley (la terminación del contrato o la rebaja de la renta) se produce con independencia del comportamiento del arrendador o de si conocía o no de la existencia del vicio o sus posibles resultados. Siendo así, el arrendador soporta la terminación del contrato o la rebaja del precio porque la cosa tiene un vicio o ha sufrido destrozos no imputables al arrendatario, y lo hace en razón de que la cosa le pertenece. En cierta medida, esta solución es equivalente con la que el Código de Comercio contempla respecto del seguro de daños. Salvo que se estipule, el traspaso del riesgo no comprende el vicio propio de la cosa (artículo 549 CCom), porque éste no es por definición un riesgo (artículo 513, letra t CCom) y sigue naturalmente a quien sea su propietario.
Para responder el problema ocasionado por la clausura forzada de locales como consecuencia de las medidas sanitarias adoptadas por la pandemia de COVID-19, basta acudir a la economía del contrato mirado en su conjunto, distinguiendo entre los remedios ante el incumplimiento (el cobro de las rentas adeudadas, las penas convencionales, los reajustes y los intereses) y los derechos que los contratos de larga duración prevén a favor de las partes para poner término a la relación que las une (el desahucio). De eso ya se trató en una columna anterior.
La magnitud del mal estado o calidad de la cosa
La tercera distinción respecto del artículo 1932 CC atañe a la magnitud del mal estado o calidad de la cosa. Su inciso 1° se aplica a los casos en que la afectación impide hacer al arrendatario un uso completo o total de la arrendada. Por eso, tiene derecho a terminar el contrato o, incluso, a rescindirlo (la distinción parece estar en el origen del vicio y en el alcance de la liberación de las partes: la terminación opera hacia el futuro, mientras que la rescisión lo hace desde el momento en que el contrato se celebró). La misma regla establece el artículo 1950, núm. 1° CC: “el arrendamiento de cosas expira […] por la destrucción de total de la cosa arrendada”, lo que significa que el riesgo recae sobre el arrendador porque se queda sin ella y pierde el derecho a cobrar la renta. En cambio, cuando “el impedimento para el goce de la cosa es parcial o si la cosa se destruye [sólo] en parte”, el inciso 2° del citado artículo 1932 CC señala que corresponde al juez decidir, según las circunstancias, si declara la terminación del contrato o únicamente concede una rebaja en la renta. Por lo demás, el artículo 1590 II CC prevé una regla equivalente para el deterioro que sufre la especie o cuerpo cierto antes de su entrega y que no sea de importancia: en ese caso, el acreedor debe recibir la cosa en el estado que se encuentre, aunque puede reclamar el resarcimiento de los daños que esos deterioros le suponen. Como se ha dicho en otra columna, el fundamento de esta consecuencia es la aplicación de la teoría de los riesgos, vale decir, la ley explica qué ocurre con la obligación (de pagar la renta) del arrendatario cuando la cosa (sustento material de la obligación recíproca del arrendador de proporcionar el goce convenido) se destruye.
Un ejemplo puede ayudar a comprender el sentido de estas dos reglas del artículo 1932 CC. A arrienda un inmueble a B para el funcionamiento de un restaurante, que tiene varios salones que pueden ser destinados a comedores. Si el derrumbe del techo afecta a uno de ellos, el restaurante puede seguir funcionando sin problemas acomodando a los comensales en el resto. Basta entonces con una reducción proporcional de la renta, que se hará en principio de acuerdo con la superficie afectada. Por el contrario, si se desploma el techo de la cocina, la destrucción también es parcial, pero ella incide sobre el destino que tiene el inmueble para el arrendatario y, consiguientemente, la solución tiene que ser la terminación del contrato, y no la mera rebaja de la renta, a menos que dentro de este concepto se incluya (como resulta plausible) la suspensión del pago por todo el tiempo que duren las reparaciones que permitan de nuevo el funcionamiento de la cocina y, en consecuencia, del restaurante.
Sobre el sentido del equilibrio económico del contrato a partir de dos célebres casos ingleses (leading cases)
Permítase para acabar un pequeño excurso comparatista, que resulta muy pertinente según lo que se ha explicado antes. El caso Paradine vs. Jane fallado en 1647 por el Tribunal de King’s Bench se suele mencionar como el inicio del reconocimiento del principio de responsabilidad contractual estricta (doctrine of absolute contract) en el derecho anglosajón, la cual comprueba la dureza que tiene el vínculo obligacional del contrato (the sanctity of contract) incluso ante eventos que lo remecen de manera profunda.
El resumen de los hechos del caso recuerda bastante la discusión que se ha suscitado con el COVID-19. El arrendador demandó a su arrendatario por el incumplimiento en el pago de las rentas, que se devengaban anualmente en “las cuatro fiestas usuales” (25 de junio, 11 de octubre, 25 de diciembre y 25 de marzo) desde la entrega del predio. El demandado reconoció la existencia de la deuda, pero se defendió arguyendo que no correspondía efectuar ese pago porque había sido expulsado de las tierras arrendadas como consecuencia de la guerra civil inglesa y durante tres años (entre 1643 y 1646) había estado privado de ellas, sin posibilidad de criar su ganado. El tribunal rechazó la defensa del demandado y lo condenó a pagar las rentas adeudadas. La razón esgrimida fue la siguiente: “cuando la parte, por su propio contrato, asume un deber o carga sobre sí misma, está obligada a cumplirlo, si puede, pese a cualquier accidente producido por una necesidad inevitable, porque debería haber estipulado al respecto en su contrato. Y, por tanto, si el arrendatario se obliga a reparar una casa, aunque se haya quemado por un rayo, o haya sido destruida por los enemigos, incluso así debe repararla. Pues bien, si la renta es un deber creado por las partes desde que se convino, y ha existido acuerdo de pagarla, no hay obstáculo que obste a que el arrendatario haya de cumplirlo, sin que lo impida ninguna interrupción de enemigos, porque el derecho no le protegerá más allá de lo que ha pactado”.
Por usar la frase que después haría célebre de Alfred Fouillée (1838-1912), el argumento para decidir el caso fue que “quien dice contractual, dice justo”. Las consecuencias de esta doctrina llevaron a que los mismos tribunales ingleses admitieran que había determinados supuestos en los cuales, sin sacrificar la fuerza obligatoria del contrato, se podía estimar que las partes dejaban de estar obligadas por la afectación radical que sufría la base económica del mismo. Tal fue la doctrina sentada en 1863 por el caso Taylor v. Caldwell, desde el cual se comenzó a expandir la fisonomía de los supuestos en que se admitía la frustración del contrato (doctrine of frustration).
Este último caso también resulta interesante, porque la situación que lo motiva es equivalente al artículo 1932 CC y la conclusión a la que llegó el Tribunal de Queen’s Bench fue idéntica, recurriendo a las reglas sobre la teoría de los riesgos desarrolladas por el derecho romano (Dig. 45, 1, 1, 33) y recogidas por Pothier (Tratado de las obligaciones, núm. 688). Los demandantes (Caldwell & Bishop) habían arrendado a los demandados (Taylor & Lewis) un conocido teatro de Londres para la organización de conciertos. Antes del inicio de la temporada, el teatro fue completamente consumido por un voraz incendio. El juez Colin Blackbourne (1813-1896) concluyó que el contrato implicaba la existencia de una condición implícita e indispensable, como es la existencia y posibilidad de disfrute del teatro por parte de los arrendatarios. Si el teatro no existe, esa condición falla y nada se adeuda al arrendador. Correspondía, entonces, rechazar la demanda.
Además de la teoría de la frustración del contrato pensada para liberar a las partes frente a ciertos eventos que incidían sobre la base económica del intercambio, la asunción de la responsabilidad absoluta derivada del contrato exigió como un contrapeso necesario la formulación de unas reglas de delimitación del daño resarcible, como de hecho ocurrió a partir del caso Hadley v Baxendale (1854). De ahí en adelante, de modo similar a los sistemas continentales (por ejemplo, artículo 1558 CC), la limitación del daño resarcible de acuerdo con la previsibilidad pasó a ser un elemento estructural del sistema. Así lo recoge Grant Gilmore (1910-1982) en La muerte del contrato (1974): “una concepción restrictiva del resarcimiento de los daños contractuales parece un componente necesario de cualquier idea de responsabilidad absoluta (incluso la que estaba destinada a ser honrada más por su trasgresión que por su observancia)”. Por eso, el mismo autor había señalado unas páginas antes que “ningún sistema jurídico ha llevado nunca a la práctica una teoría de la responsabilidad contractual objetiva”, puesto que el resultado final siempre acaba siendo que no hay reparación integral del daño. De alguna manera, el daño que debe ser resarcido por el deudor queda circunscrito por el contrato o por el comportamiento de las partes.
El caso Paradine vs. Jane sirve como un buen ejemplo para repensar la obligatoriedad de un contrato, puesto que un correcto entendimiento del equilibrio contractual hace innecesario acudir a otros expedientes, como la teoría de la imprevisión. Por su propia naturaleza, las teorías son elaboraciones que ofrece la ciencia jurídica para los “casos difíciles”, vale decir, son instrumentos enderezados a resolver aquellas controversias donde la pura aplicación de las reglas por exégesis y subsunción no resulta suficiente. Siendo así, y como se expuso en otra columna, la teoría de la imprevisión hay que reservarla para aquellas situaciones donde el avenimiento de circunstancias extraordinarias e imprevistas hace que la prestación de una de las partes sea radicalmente distinta a lo que se asumió al contratar. Para el común de los casos, basta con las reglas generales que da el Código Civil. A ellas hay que acudir teniendo presente dos ideas basales.
La primera idea es que la formulación de Oliver Wendell Holmes jr. (1841-1935) respecto de que “toda teoría del contrato es formal y externa” es sólo una de las diversas perspectivas que se pueden adoptar en la materia. También resulta posible, y quizá mucho más recomendable, una aproximación realista del fenómeno de la contratación. Este es el enfoque que hay detrás de la fórmula general sobre cláusulas abusivas del artículo 16, letra g) de la Ley 19.946. En este sentido, Tomás de Mercado (1525-1570) decía que “el contrato para ser justo, pide igualdad, o en las personas que contratan, sino en las cosas que se contratan”. Esto significa que la voluntad de las partes cumple su función al momento de contratar, como causa eficiente próxima del negocio jurídico acordado, pero no agota el sentido de su obligatoriedad. Sólo hay contrato si las partes han consentido en él (artículo 1445, núm. 2° CC), pero esa voluntad se ordena a una cierta realidad objetiva que corresponde a la operación económica que hay detrás. Esto explica que, en lo que atañe a su contenido, existan ciertas exigencias objetivas que el contrato debe satisfacer con independencia de la voluntad de las partes, porque ahí se concreta la justicia correctiva del intercambio. Por eso, todo contrato debe tener un contenido compuesto por un objeto y una causa (artículo 1445, núm. 3° y 4° CC), vale decir, debe recaer sobre una materia determinada (artículo 1460 CC) y satisfacer un concreto propósito práctico, aunque éste en principio se presuma (artículo 1467 CC). El derecho francés es una buena demostración de que la eliminación de la causa como requisito estructural del contrato acaba demandado el reconocimiento de otros expedientes basados en la misma idea de dependencia funcional entre las prestaciones.
De esto sigue que todo contrato es la traducción jurídica de una operación económica mediante la cual las partes disciplinan la forma en que han convenido satisfacer sus particulares intereses, y se asienta sobre una realidad concreta. Por esta razón, la declaración de voluntad en que el negocio consiste (por mínima que ésta sea) no se puede entender aislada, sin referencia a esos intereses perseguidos por las partes y aunados por el contrato, dado que dicha voluntad se endereza siempre hacia la consecución de un resultado (el propósito práctico que informa el intercambio). La importancia de este último trasciende el contrato mismo entendido como regla hacia la cual dirige su comportamiento el deudor, y se proyecta sobre la realidad social, vale decir, sobre aquella situación fáctica concreta que los contratantes han tenido en consideración para el despliegue de los efectos del programa de prestación, y que el negocio configura mediante el instrumental técnico que el ordenamiento proporciona. Sobre esa realidad concreta reposa el equilibrio de prestaciones y riesgos adoptado por el contrato y, conforme a él, se ha de juzgar si existe cumplimiento o incumplimiento o, mejor todavía, si el comportamiento efectuado por el deudor satisface el interés común por su conformidad con lo convenido o si, por el contrario, no lo hace y activa los mecanismos de protección dispuestos con ese fin.
La segunda idea que conviene tener presente consiste en que el análisis de un contrato en particular está conectado con el tipo contractual al que pertenece (artículos 1546 y 1563 CC). Los contratos onerosos suponen la utilidad de ambos contratantes, gravándose uno en beneficio del otro (artículo 1440 CC). La idea que está detrás es la igualdad de la cosa, de suerte que el intercambio debe generar un provecho económico equivalente para ambas partes. El modo de concretar ese provecho depende del carácter conmutativo o aleatorio del contrato, según si el equilibrio es puramente aritmético o comprende un factor externo como es el azar. Pero siempre tiene que existir una “ley de reciprocidad de los cambios”, por usar la célebre frase de Carlos Raúl Saénz (1942-2019). Ella implica que las partes tienen que encontrarse, después de ejecutado el intercambio prestacional, en una situación patrimonial similar a la que tenían al contratar. Cuando el contrato es conmutativo, la prestación de una de las partes “se mira como equivalente” a aquella que corresponde al otro contratante. Si el contrato es aleatorio, la posibilidad de ganancia o pérdida tiene que encontrarse equilibrada cuando se contrata, siendo sólo incierto el resultado final. Por decirlo con una metáfora, la balanza se puede inclinar con indiferencia hacia la ganancia o la pérdida de uno de los contratantes, con la consiguiente pérdida o ganancia del otro, pero al contratar debe existir verdadera incertidumbre respecto de ambas posibilidades: ambas pueden darse, aunque la probabilidad sea diversa en cada caso. Esto significa que el valor de cambio que expresa el contrato es (y debe seguir siendo durante su vigencia) de carácter objetivo, pues se dimensiona por la reciprocidad del intercambio.
Volvamos al arrendamiento, que es la figura que motiva estas notas. La sentencia del caso Paradine vs. Jane reconoció que la decisión racional era favorable a la argumentación del demandado, aunque finalmente se inclinó por dar una respuesta rupturista centrada en una inflexible aplicación de la fuerza obligatoria del contrato. El fallo señaló expresamente: “También por la ley de la razón parece que el demandado no debería soportar en nuestro caso la renta, puesto que no ha podido gozar de lo que se le había arrendado, y no fue por culpa suya por lo que no puedo gozarlo, y el derecho civil y el derecho canónico y los autores morales así lo confirman […] y esa ley es la ley de la naturaleza al igual que de las naciones”. Sin embargo, la decisión fue que el contrato existe para cumplirse, sin importar lo que pase en torno a él.
En otras palabras, el tribunal reconoció que la obligación descansaba sobre la causa del contrato y sobre la justicia de la concreta operación económica convenida, aunque no estuvo dispuesto a seguir esa premisa. ¿Qué se saca en limpio de ese obiter dictum del célebre caso inglés? La respuesta es que hay una solución que proviene de la propia naturaleza de las cosas (artículos 24 CC y 170, núm. 5° CPC), que surge de lo que el contrato significa como operación económica querida por las partes y regulada por el derecho. Si el arrendatario no puede gozar de la cosa arrendada porque un hecho imprevisto que no puede resistir lo impide, correlativamente el arrendador no puede exigir el pago de la renta porque se ha roto la conmutatividad del contrato, la que debe existir mientras durante la vigencia del mismo. Es la misma idea que recoge el artículo 1932 CC, aunque la situación que aquí interesa no está contenida en los casos posibles que caben dentro de su supuesto de hecho porque ahí se trata de la destrucción que provoca el vicio propio de la cosa. La respuesta para el problema que las medidas sanitarias han provocado sobre el funcionamiento del comercio se encuentra en las reglas generales que componen la teoría del contrato, incluido el multifacético principio de buena fe (artículo 1546 CC). Basta leer el significado que el citado artículo 16, letra g) de la Ley 19.496 atribuye a la exigencias derivadas de este último: la buena fe refiere a parámetros objetivos y rechaza el desequilibrio importante en los derechos y obligaciones que para las partes se deriven del contrato (rectius: de su naturaleza), atendiendo para ello a su finalidad (la causa o propósito práctico del contrato) y a las disposiciones especiales o generales que lo rigen (las reglas contractuales o legales que reparten los riesgos del contrato).
Concluyo con una cita a su muy personal introducción al derecho escrita por Alejandro Nieto: “Las leyes nunca obsolescen si se interpretan y aplican adecuadamente. Los cambios legislativos son con frecuencia operaciones traumáticas realizadas por ideólogos ambiciosos o por juristas incompetentes, cuando ni los jueces ni los abogados hábiles las necesitan”. Una mejor comprensión del derecho de contratos puede ayudar a resolver todos los problemas que la práctica depara. Corresponde a la ciencia jurídica proporcionar los insumos para que las reglas y los principios sean efectivos.
* Jaime Alcalde Silva es profesor asociado de Derecho Privado de la Pontificia Universidad Católica de Chile y consultor del estudio Baraona y Cía.