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A vueltas con los riesgos del contrato: el COVID-19 y la teoría de la imprevisión

"Todas las opiniones citadas acaban coincidiendo en que una reforma como la propuesta no resulta necesaria, porque redunda en una fórmula de solución que hoy, acudiendo al apoyo de la dogmática, se puede extraer del artículo 1546 CC. Además, si se mira el problema con detención, la discusión suscitada por este proyecto no presenta consecuencias prácticas relevantes, que es el parámetro con el cual se debe medir la eficacia de cualquier norma jurídica".

Por Jaime Alcalde Silva *

A propósito del proyecto de ley presentado en el Senado para introducir la teoría de la imprevisión (Boletín núm. 13474-07), se suscitó un interesante debate en las páginas editoriales de El Mercurio durante la semana recién pasada. El proyecto se limita a introducir un artículo 1546 bis en el Código Civil, donde se permite a la parte afectada por un cambio de circunstancias que vuelve excesivamente oneroso el cumplimiento de sus obligaciones solicitar judicialmente la renegociación, quedando ambos contratantes obligados a seguir cumpliendo con sus obligaciones mientras dura esa discusión. Si la negociación fracasa, las partes pueden poner término al contrato en el plazo que establezca, o bien pueden acudir al juez para que efectúe dicha adaptación o lo declare terminado. No es la primera propuesta que se presenta sobre esta materia. Había habido dos esfuerzos anteriores (en 2007 y 2017, respectivamente), a los que se suma una tercera moción de 23 de marzo de este año (Boletín núm. 13348-07). 

Abrió la discusión Víctor Vial (columna de 11 de mayo, publicada en El Mercurio), quien estima que “la ‘teoría de la imprevisión’ está superada por el razonamiento de los autores contemporáneos” y “ha encontrado escasa acogida en la jurisprudencia de nuestros tribunales”. A su juicio, y sobre todo por el alcance inmediato que se asigna en el proyecto al reconocimiento de la figura, es mejor contribuir a una aplicación más dúctil del principio de buena fe en su función integradora de las obligaciones que nacen del contrato. 

Después intervino Enrique Barros (columna de 12 de mayo, publicada en El Mercurio), quien constata que “la reforma propuesta no es un remedio para lo que enfrentamos” como consecuencia de la crisis derivada del COVID-19. Su propuesta es que el derecho chileno de contratos se incorpore a la gran tradición a la que pertenece. Compete a la doctrina y la jurisprudencia proponer fórmulas de adaptación de las reglas y principios existentes como precedente de cualquier reforma legislativa. Esta flexibilización y enriquecimiento del acervo jurídico proviene de la insuficiencia del modelo abstracto de racionalidad propuesto por la codificación para juzgar las operaciones cotidianas. 

Vino a continuación un editorial del viernes 15 de mayo. En ella se dice que una adecuada armonización del principio de fuerza obligatoria del contrato (artículo 1545 CC) y de su ejecución de buena fe (artículo 1546 CC) “debería permitir arribar a soluciones justas, tomando en cuenta la duración de las circunstancias extraordinarias, la intensidad con que afectan al negocio en cuestión y todos los aspectos individuales que resultan tan esquivos para una regla general”. El problema que tiene la adopción de una regla legal que reconozca la imprevisión es la definición de su contenido, vale decir, “cuándo se entiende que concurren las circunstancias que autorizan su aplicación o bajo qué presupuestos debe autorizarse la terminación del contrato o solo su modificación”. Por eso, el editorial concluye señalando que “todo indica que el legislador debe obrar con particular prudencia en esta materia”. 

Jaime Alcalde Silva

Finalmente, terció en el debate Alberto Lyon (columna de 19 de mayo, publicada en El Mercurio), señalando que la solución propuesta por la moción en comento ya se encuentra contenida en el artículo 1546 CC, como también sucede con “otras inequidades, desequilibrios y contrariedades que se presentan en la ejecución de los contratos”. Para ese fin, basta que el juez acuda a la idea de “naturaleza de la obligación” que en esa norma se menciona. 

Todas las opiniones citadas acaban coincidiendo en que una reforma como la propuesta no resulta necesaria, porque redunda en una fórmula de solución que hoy, acudiendo al apoyo de la dogmática, se puede extraer del artículo 1546 CC. Además, si se mira el problema con detención, la discusión suscitada por este proyecto no presenta consecuencias prácticas relevantes, que es el parámetro con el cual se debe medir la eficacia de cualquier norma jurídica. Una regla de derecho que carece de sentido no sirve y no conviene siquiera promulgarla o, si lo ha sido, debe ser sustituida. 

Rodrigo Momberg explicaba el porqué de esta insuficiencia de fondo en una reciente columna: “es poco probable que un deudor afectado por las medidas de emergencia sanitaria pueda alegar excesiva onerosidad para excusarse o solicitar la adaptación del contrato”. Hay dos buenas razones por las cuales el reconocimiento legal de la teoría de la imprevisión no cumplirá los loables propósitos se persiguen. Primero, porque seguirá siendo necesario determinar cuándo se está frente a un supuesto de excesiva onerosidad, lo que se habrá de juzgar en cada caso conforme a la propia economía del contrato. Segundo, porque los problemas que afectan al deudor en general son sistémicos y no puntuales, de suerte que nada se consigue analizando la cuestión desde el punto de vista de un solo contrato, sin observar la situación de insolvencia que afecta al deudor. La respuesta a la adecuación de las condiciones del contrato parece abocar hacia el mejoramiento y la facilitación de la reorganización de la empresa viable, incluso la simplificada o extrajudicial, como modelo de negociación protegida y pensada en dar un nuevo impulso a la actividad. Juan Luis Goldenberg hacía algunas interesantes sugerencias al respecto en una reciente columna, proponiendo algunas reformas en el plano concursal. El Ejecutivo ha anunciado que el proyecto de reforma de la Ley 20.720 será presentado a la brevedad.  

Como fuere, algunas ideas jalonadas de la teoría general del contrato pueden ayudar a entender cómo resolver los problemas que surgen como consecuencia de las dificultades económicas que trae consigo la pandemia de COVID-19, desde el derecho vigente.

1ª idea: Prestaciones y riesgos

Entre las diversas funciones que cumple un contrato de intercambio, hay dos que son especialmente relevantes. La primera es que comporta un instrumento para transferir bienes y servicios a cambio de un precio, sin los cuales el contrato no existe o degenera en otro distinto (artículo 1444 CC). La segunda es que distribuye los riesgos de esa operación económica. Ambas funciones están conectadas, pero responden a reglas diversas. El intercambio se produce a través de las cláusulas de objeto y precio. El riesgo se reparte mediante el resto de las cláusulas del contrato o, en ciertos casos, merced a las reglas legales. Todo contrato admite, entonces, dos niveles de negociación. Primero, hay una discusión sobre los aspectos económicos del negocio, que se refleja en la forma en que se configura la prestación que recae sobre el activo principal del contrato y el precio que por ella se acuerda. Los criterios que en ella intervienen están relacionados generalmente con la rentabilidad del negocio proyectado, que hacen que una de las partes exija determinadas obligaciones accesorias (por ejemplo, que el arrendador concurra a la habilitación del inmueble o que la renta se aplace hasta que comience el uso efectivo) o que el precio puede superar el valor de mercado si se espera un buen retorno por la inversión. Ahí reside el propósito práctico perseguido por los contratantes, que es el corazón del contrato. Después viene la discusión en que intervienen los asesores jurídicos de las partes, donde se analizan los riegos y se negocia su distribución. Mientras más riesgos prevé el contrato, más perfecto es. Pero ninguno puede alcanzar el máximo grado de perfección, porque siempre hay riesgos que escapan a la posibilidad de anticipación. La actual pandemia y, sobre todo, sus consecuencias son un buen ejemplo de esto. 

2ª idea: los riesgos reclaman una mirada global del contrato

Desde el punto de vista económico, un contrato de intercambio supone la existencia de una prestación que versa sobre un activo relevante y un precio que se paga por ella. Esto ocurre incluso en la permuta, donde se considera que existe un precio a pesar de que ambos contratantes se reputan vendedores (artículo 1900 CC). El contrato existe para cumplir con aquel propósito práctico que se consuma mediante la prestación característica configurada según el interés de ambos contratantes o, mejor, según el motivo compartido que, objetivado, ha quedado incorporado a la regla contractual (artículo 1467 CC). De esto se sigue que la compraventa existe para que el comprador reciba la cosa comprada y el vendedor obtenga el precio y disponga de aquélla; el arrendamiento para que el arrendatario pueda gozar el bien arrendado y el arrendador obtenga la renta y le dé utilidad a la cosa; el mandato para que el mandante vea cumplido el encargo que le confió a un tercero y para que el mandatario reciba una retribución y, eventualmente, ejerza su profesión, etcétera. Si esto es así, la regla basal es que las contingencias que ocurran durante la ejecución del contrato recaen sobre la parte que tiene el control del activo principal. Por eso, el riesgo en la compraventa queda de cargo del comprador desde que la obligación de entregar es exigible (artículo 1820 CC) y en el arrendamiento recae sobre el arrendador porque la cosa sigue siendo suya (artículos 1932 y 1950, núm. 1° CC). La suerte del contrato no se puede analizar de manera aislada, observando qué pasa con los distintos deberes de prestación que surgen para las partes, sino desde la completa operación económica que las partes han llevado adelante. Para ese fin existe la llamada “teoría de los riesgos”, que se particulariza en cada contrato. 

3ª idea: el caso fortuito como un hecho normativo

No está demás recordar que el caso fortuito definido en el artículo 45 CC es una de las “varias palaras de uso frecuente en las leyes” y que su operatividad queda relacionada con el concreto incumplimiento de que se trata. De esto se sigue que el problema a analizar consiste en que hay una determinada prestación que no se ha cumplido, y la razón proviene del acaecimiento de un hecho imprevisto e imposible de resistir, vale decir, que escapa a los riesgos se podían prever al tiempo de contratar. Cuestión distinta es que los efectos de ese hecho externo al fin de protección del contrato estén subordinados a la incidencia que tenga sobre la ejecución de las respectivas obligaciones. Si la prestación debida se vuelve absolutamente imposible, el deudor queda liberado de cumplir porque su obligación se extingue (artículos 1670, 1672 y 1673 CC). Lo mismo ocurre cuando el hecho afecta de manera parcial a la prestación, reduciéndose el cumplimiento de pleno derecho en esa parte (artículo 1590 CC). Con todo, por regla general la incidencia del caso fortuito sólo quedara limitada a exonerar al deudor del resarcimiento de los daños derivados del incumplimiento (artículo 1547 II y 1558 CC). Esto significa que el mismo hecho acaba produciendo uno o dos efectos, según su incidencia sobre el deber de prestación. No hay que confundir, entonces, la causa y sus consecuencias. En suma, el caso fortuito no es más que un concepto normativo conectando con los riesgos repartidos por el contrato.  

4ª idea: las obligaciones dinerarias nunca son imposibles de cumplir

En las obligaciones dinerarias, como lo es la de pagar la renta de arrendamiento, el caso fortuito sólo incide respecto de los daños extrínsecos, pues el retardo deja de operar como factor de imputación subjetiva (artículos 1558 y 1559, núm. 2° CC). Así ocurre, por ejemplo, cuando existe una imposibilidad transitoria de transferencia de fondos que no resulta imputable al deudor. En esta clase de obligaciones resulta irrelevante que el deudor sea en extremo diligente al momento de procurarse las sumas de dinero debidas o en buscar financiamiento, como también lo es que se encuentre en una situación de impotencia económica que le impida cumplir en la oportunidad convenida, pues siempre permanece obligado a cumplir con el pago de la cantidad de dinero debida. La razón de este régimen se explica por la función institucional que desempeña el contrato como regla de atribución de unas determinadas posiciones jurídicas para las partes (artículo 1678 CC). Para acceder a una posición jurídica, hay que disponer de un título cuya admisión por parte del sistema jurídico se produce conforme a la medida que él mismo proporciona. Esa es la idea que está detrás de la regla sobre la carga de la prueba: incumbe acreditar el título de su reclamación a quien lo invoca (artículo 1698 CC). Demostrada la existencia del contrato, que da lugar a unos determinados deberes de prestación para las partes, corresponde al deudor comprobar que la obligación se ha extinguido por alguno de los modos que la ley señala o que los daños sufridos por el acreedor no le son imputables. En este sentido, la necesidad o la dificultad no son títulos que permitan acceder a una posición más ventajosa o liberarse del cumplimiento forzado, por lo que el deudor no puede invocarlas para liberarse de una obligación que por su objeto no se ve afectada por una imposibilidad sobrevenida (artículo 575 III CC). Todas estas razones son ajenas a la idea de justicia correctiva, que mira a un equilibrio aritmético entre las prestaciones de las partes.  

En este tipo de obligaciones, la entrega de una suma de dinero no desempeña otra función que la de ser la representación concreta de un valor que se corresponde con una determinada porción del patrimonio del deudor (artículos 575 III, 2198 y 2465 CC y 797 CCom). De ahí que la desaparición de la moneda de curso legal en la cual está expresada la prestación no torne imposible ésta, sino que obligue al deudor al cumplimiento del contrato según el valor legal que aquélla tuviere (artículo 116 Com). Esta particular configuración de la prestación tiene como directa consecuencia que no se produzca la imposibilidad absoluta y objetiva necesaria para que el deudor quede liberado de cumplir (artículos 2153 y 2221 CC), dado que el deudor tiene una esfera de maniobrabilidad y libertad con el dinero que hace que la carencia sobreviniente le sea inimputable. Igual conclusión se obtiene si se atiende a que el dinero es el bien fungible por naturaleza (artículos 575 III, 789, 2196 y 2198 CC) y que, precisamente por el uso que de él se puede hacer, quien lo tiene en su poder obtiene siempre un provecho económicamente cuantificable bajo ciertos parámetros (artículos 798 CCom y 12 de la Ley 18.010). 

Ahora bien, no hay que olvidar que el Código Civil sí prevé un régimen aplicable a los casos insolvencia producida por accidentes inevitables. Por regla general, el mal estado de los negocios del deudor trae consigo la exigibilidad inmediata de sus obligaciones por la caducidad del plazo (artículo 1496, núm. 1° CC). Sin embargo, ante la demanda del acreedor, el deudor cuenta con la posibilidad de recurrir a la cesión de bienes (artículo 1614 CC), que puede usarse dentro de un juicio ejecutivo (artículo 1624 CC) y que extingue las deudas hasta la cantidad en que sean satisfechas con los bienes cedidos (artículo 1619, núm. 2° CC), gozando por el saldo del beneficio de competencia, vale decir, de la suspensión del pago hasta que mejore su fortuna (artículos 1625 y 1626, núm. 6° CC). Desde la Ley 20.720 ha desaparecido el límite que establecía la antigua legislación de quiebras, donde la cesión de bienes sólo era un expediente dispuesto a favor del deudor civil; hoy puede ser utilizado por cualquier deudor, aunque no existe un procedimiento claro al cual acudir. 

Por cierto, esto no significa que no se pueda concebir un supuesto de “fuerza mayor social”, aunque ahí el criterio sea favorecer la justicia distributiva por sobre la conmutativa, especialmente cuando se trata de consumidores y pequeñas y medianas empresas. Esto no es objetable, si se considera que el derecho se ordena al bien común, donde el bien privado se subordina al de la comunidad en su conjunto. A fin de cuentas, se trata de resolver el problema de cómo distribuir racionalmente la riqueza dentro de una determinada comunidad a partir de la contribución que cual desempeña. Como explicaba Juan Luis Goldenberg en una reciente columna, la fuerza mayor social requiere la concurrencia de tres requisitos copulativos: (i) que el deudor se encuentre afectado por alguna circunstancia especial y grave, como un cambio desfavorable en su salud, en su trabajo o en su contexto familiar; (iii) que exista un nexo causal entre la ocurrencia de tales hechos y la incapacidad de pago, y (iii) que se trate de una circunstancia imprevista y no imputable al deudor. 

5ª idea. ¿Qué es la teoría de la imprevisión?

Las consideraciones precedentes permiten entender por qué surge una teoría que busca dar respuesta al riesgo de excesiva onerosidad sobreviniente. En general, las teorías jurídicas son respuestas que elabora la doctrina para resolver los llamados “casos difíciles”, donde la subsunción no resulta suficiente para dar una respuesta al problema que se plantea. La teoría de la imprevisión intenta dar una solución al problema de aquellos riesgos que no fueron repartidos por el contrato y donde la ley no contempla una regla subsidiaria de atribución. En rigor, no cualquier dificultad de cumplimiento que surja para el deudor califica como un caso de excesiva onerosidad que pueda ser invocado a través de una pretensión destinada a adecuar o resolver el contrato, o como una defensa destinada a evitar que el cumplimiento demandando por el acreedor sea concedido según los términos literales del contrato. Según la gráfica expresión de Lord Ratcliffe, el cambio de circunstancias tiene que provocar que los términos del contrato sean radicalmente diferentes de aquellos que las partes tuvieron en cuenta al momento de contratar. 

Esto explica por qué el problema no se produce en los contratos de arrendamiento de locales ubicados en zonas afectadas por medidas de cierre impuestas por el poder público con ocasión de la pandemia de COVID-19. En ese caso, la supuesta “excesiva onerosidad” afectaría a la prestación dineraria, dado que el arrendatario no podría operar en el inmueble arrendado y, por ende, no generaría flujos con los cuales pagar la renta. Sin embargo, ahí no hay ni onerosidad ni ella resulta excesiva. La razón es que el arrendatario sigue obligado a pagar la misma renta que se estipuló en el contrato a cambio de seguir usando el respectivo inmueble. Para los efectos de la teoría de la imprevisión, el cambio de circunstancias no implica un mero encarecimiento de la propia prestación, sino una alteración sustancial de la estructura prestacional y de riesgos del contrato. De ahí que este problema esté conectado con el reparto de riesgos extrínsecos al contrato y, por consiguiente, que se exija como uno de sus requisitos que la parte que recurre a ella no deba soportar el riesgo que pretende trasladar. 

Cuando existe una imposibilidad de servirse del inmueble según el uso convenido, el derecho del arrendador a cobrar la renta se suspende como consecuencia del reparto de riesgos del propio contrato, sin que sea necesario recurrir a nada más (buena fe, imprevisión, integración del contrato, etcétera). Pothier lo explicaba de la siguiente manera: “en el contrato de arrendamiento, no es la cosa arrendada, sino el goce continuo de esa cosa por todo el tiempo que el contrato deba durar, lo que constituye el objeto y el sujeto del contrato de arrendamiento; es por esto que cuando el arrendatario cesa de poder tener ese goce, falta el sujeto del contrato, y el arrendatario no puede ser obligado a pagar el precio de un goce que no ha tenido” (Traité du contrat de louage, núm. 112). Esta idea ya fue desarrollada en una columna anterior

6ª idea. ¿Cuándo hay imprevisión?

Aunque el criterio preciso dependerá de cada caso, para que opere la teoría de la imprevisión es necesario que la onerosidad sobrevida que experimenta una de las prestaciones suponga una alteración grave del equilibrio contractual, vale decir, de la correspondencia entre ella y lo que se recibe a cambio, de suerte que la obligación del deudor se vuelva imposible de cumplir en la práctica desde un punto de vista racional y económico. Esto significa que el propósito práctico deja de cumplir su función como soporte de la operación económica que hay tras ese contrato. Este cambio de circunstancias debe ser valorado de manera objetiva, lo que significa que cualquier deudor puesto en esas mismas circunstancias tendría igual desproporción con la prestación a la que originalmente se comprometió. Conocidos son los llamados “casos de la coronación” ocurridos en Inglaterra a comienzos del siglo pasado. Todos ellos consistieron en arrendamientos temporales acordados para ver el paso del desfile de coronación del rey Eduardo VII, que había de tener lugar el 26 de junio de 1902. El rey enfermó y debió ser operado de apendicitis, por lo que el desfile se pospuso hasta el 9 de agosto. Los contratos que se judicializaron fueron considerados frustrados, dado que el propósito del arrendatario era ver el desfile y no sólo usar del departamento durante los días convenidos. 

Un buen ejemplo del cambio de circunstancias en el derecho chileno es el artículo 2003 CC, referido al contrato de confección de obra material. Según esa regla, el empresario no puede pedir aumentos de precio si los materiales o la mano de obra se encarece (regla 1ª), porque se trata de riesgos comprendidos en la ejecución del programa de prestación a su cargo, dado que el contrato es de arrendamiento (artículo 1996 CC) y el riesgo que afecta a esos insumos recae sobre quien se ha encargado de su provisión (artículo 2000 CC). Pero sí puede solicitar al mandante que se revise el precio pactado cuando circunstancias desconocidas, como un vicio oculto del suelo, ocasiona costos que no se han podido prever (artículo 2003, regla 2ª CC), porque entonces se trata de riegos que quedan fuera de su esfera de control y pertenecen a quien encargó la obra (como los problemas que presenta el suelo donde se construye) o deben ser repartidos entre las partes para asegurar el equilibrio económico del contrato (como sucede con la escasez de un producto señalado por el mandante dentro de las especificaciones técnicas de la obra). 

7ª idea. ¿Qué se hace con ella?

La pregunta es qué consecuencias entraña esta alteración radical de la base del negocio en un ordenamiento como el chileno, donde el criterio depende de la construcción judicial de la figura y los tribunales ordinarios han sido reacios a aceptarla. Como referencia, los Principios Latinoamericanos de Derecho de Contratos señalan la solución que resulta más razonable: hay obligación de renegociar el contrato (artículo 84). La misma solución señala el último proyecto de ley presentado, con una operatoria de poca efectividad práctica y bastante dilación. 

Bajo el estado actual del derecho chileno, ni siquiera por medio de un procedimiento concursal de reorganización se puede forzar al acreedor a discutir de nuevo sobre las condiciones de un contrato, puesto que dicho procedimiento sólo afecta los créditos existentes antes de la dictación de la resolución de reorganización (artículos 66 y 91 de la Ley 20.720), los cuales se consideran remitidos, novados o repactados según los términos del acuerdo (artículo 93 de la Ley 20.720). Dentro de este ámbito, la posibilidad de modificar los contratos respecto de las obligaciones futuras únicamente resulta posible como parte de una estrategia de negociación que cuente con el consentimiento de los contratantes, sin que los acreedores puedan imponer por mayoría unas nuevas condiciones contractuales.  

Fuera de ese contexto, el consejo más conveniente para el deudor es esperar la demanda y contestarla invocando que el cumplimiento requerido es contrario a la buena fe, porque ella exige tomar en consideración la naturaleza del contrato (artículo 1546 CC). Como explica Alejandro Guzmán, se trata de un concepto que bien puede ser sustituido por otro y que designa la estructura particular de cada negocio jurídico, aquello que le da la fisonomía propia con que se lo distingue de otras figuras. Todo contrato bilateral exige la reciprocidad entre las prestaciones de las partes (artículo 1439 CC), y todo contrato conmutativo exige una equivalencia entre las prestaciones (artículo 1441 CC), la cual se rompe si la balanza se inclina hacia el acreedor procurándole unas ganancias que resultan exageradas frente al empobrecimiento que sufre el deudor al procurárselas. Esa fue la conclusión a la que se llegó en el Reino Unido con los antes mencionados “casos de la coronación”, donde se estimó que la suspensión del desfile real alteraba de modo sustancial el significado de la operación económica según ella fue convenida por los contratantes. Pero hay que tener en cuenta que cualquier contrato involucra una cierta contingencia, que aumenta proporcionalmente mientras más extenso sea el plazo de cumplimiento, y ella queda incorporada a los riesgos que las partes previeron o pudieron prever (artículo 1558 CC). Cuestión aparte es que el contrato siempre deba estar asentado sobre un equilibrio económico, incluso cuando es aleatorio (como lo dejó en claro la SCS de 25 de junio de 2012, rol núm. 1083-2012, CL/JUR/1176/2012), de suerte que no puede poner de cargo de una de las partes todos los riesgos si ellos no aparecen compensados de alguna forma. 

Quizá sea la hora para fortalecer la negociación como medio de solución pacífica de controversias. La medida de ofrecer 1.000 mediaciones gratuitas para mediar conflictos cuya cuantía sea menor a 3.000 UF es un primer paso para implantar esta técnica dentro de los conflictos contractuales, recordando el refrán de que más vale un mal acuerdo que un buen juicio por los costos asociados.

8ª idea. La imprevisión desaparece si hay cláusulas contractuales expresas

Por cierto, puede ocurrir las partes sí hayan previsto el reparto del riesgo de excesiva onerosidad a través de una cláusula del propio contrato o mediante un instrumento externo. Lo primer sucede cuando se introduce una cláusula de fuerza mayor, hardship o de cambio material adverso; lo segundo cuando se traspasa el riego a un derivado financiero, como ocurre con el forward. En esos casos, cualquier discusión acerca de la teoría de la imprevisión se torna superflua y habrá que estar a lo que estipula el contrato.

* Jaime Alcalde Silva es Abogado por la Pontificia Universidad Católica de Chile; Doctor en Derecho, Universidad de Valencia. Profesor asociado de Derecho Privado de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Ejerce asimismo la profesión como consejero en Baraona y Cía. Abogados.

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