Columnas
Necesidad de certezas: Permisología y Tribunal Constitucional
Por Mauricio Oviedo* y Felipe Lizama**
La Corte Suprema Norteamericana planteó el 29 de mayo de 2025 que al decidir casos relacionados con la economía estadounidense los tribunales deben procurar, en la medida de lo posible, la claridad y la previsibilidad, indicando que el enfoque judicial adecuado para los casos de la NEPA (Ley de Política Ambiental, de 1970) es simple, a saber, los tribunales deben revisar la DIA (Declaración de Impacto Ambiental) de una agencia para comprobar que aborda los efectos ambientales del proyecto en cuestión. Concluye la sentencia, en lo que acá interesa, que la judicatura, al realizar dicha revisión, debe mostrar una deferencia considerable a la agencia en cuanto al alcance y el contenido de la DIA. (Seven County Infrastructure Coalition et al. v. Eagle County, Colorado, et al.)
La reclamación que motivó la sentencia que comentamos, versó sobre la decisión de la Junta de Transporte Terrestre de Estados Unidos, que autorizó la ejecución de un proyecto ferroviario de 141 kilómetros, cuyo trazado permitiría conectar la cuenca petrolera de Uinta con la infraestructura ferroviaria nacional. La DIA fue reclamada, porque la citada declaración no contemplaba los efectos acumulativos o indirectos derivados de actividades asociadas, como la extracción de petróleo previa, ni su procesamiento posterior.
Chile vive el proceso inverso, en la medida que en innumerables casos se presentan actores interesados quienes, por vía de impugnación en sede administrativa y judicial, dificultan el desarrollo de los más variopintos proyectos, los cuales, a su juicio, tendrían impacto ambiental y que, como tales, deben someterse a estudios, declaraciones o evaluaciones que en muchos casos superan los tiempos de normal ocurrencia, las administraciones e incluso, los gobiernos. Si a esa realidad se le suma la multiplicidad de procedimientos, disparidad de criterios y una ausencia de mirada sistémica por parte de los organismos sectoriales con alguna competencia ambiental, el panorama es derechamente desalentador.
Por ello es que, en un preliminar esfuerzo legislativo tendiente a aminorar los múltiples recursos administrativos y judiciales que tienen hoy los proyectos de envergadura económica -lo que ha dado lugar al término “permisología”- se materializó en virtud de un proyecto de Ley (boletín N° 16.566-03), que -en algunos de sus artículos- está en su etapa de control preventivo ante el Tribunal Constitucional, (Rol N° 16.633-25-CPR), y a su turno, con un requerimiento parlamentario del que hemos tomado conocimiento por los medios de comunicación social.
El requerimiento que citamos, se anida, entre otros segmentos, en que de aprobarse con la preceptiva censurada el Estado abdica de su función tutelar del bien público y de las garantías constitucionales establecidas sobre protección de la salud y medioambiente, junto con denunciar que mediante este proyecto se sustrae la reserva constitucional sobre bienes nacionales de uso público, por producir efectos discriminatorios, dejando sin efecto la normativa sobre limitaciones de la propiedad y por contravenir el contenido esencial de la consulta indígena. En otras palabras, el requerimiento se sustenta en una eventual desregulación que trae aparejado el proyecto de ley en referencia.
Expresado ello, lo cierto es que, de acuerdo al artículo 1° del proyecto en referencia, éste vela por el cumplimiento, estandarización y coordinación las formas establecidas para la válida actuación de los órganos de la Administración del Estado con competencia para habilitar proyectos o actividades sometidas a limitaciones regulatorias, y otorgar mayor certeza a titulares y personas que desarrollen dichas actividades, así como a la ciudadanía en general.
Por su parte, el proyecto de ley dispone en su art. 4° aquellos permisos que quedan fuera de su ámbito de aplicación, como las “autorizaciones tramitadas íntegramente en el marco del Sistema de Evaluación de Impacto Ambiental contemplado en la ley N° 19.300, sobre Bases Generales del Medio Ambiente, y su reglamento” (letra a)
Así las cosas, no existe una sustracción de aquellos proyectos que hoy siguen su tramitación en sede ambiental, sino que más bien un procedimiento de evaluación anticipada construida, entre otros puntos, por configurar avisos, declaraciones juradas e iniciativas de inversión, con técnicas habilitantes administrativas y un sistema unificado de permisos sectoriales.
La médula del requerimiento parlamentario es la utilización directa de algunos principios de la Carta Fundamental para estatuir de ella otros de origen esencialmente ambiental, entre ellos el preventivo/precautorio, con arreglo a la que fue, en su momento, moderna normativa ambiental, no debiendo olvidarse que el medio ambiente como derecho fue incorporado original y tempranamente en nuestro régimen constitucional, desde el año 1976 (Decreto Ley 1.552).
Sin embargo, las cuestiones de constitucionalidad que en ese libelo se ventilan deben ser analizadas, estimamos, en conjunto con la necesidad de previsibilidad y certezas de los usuarios e interesados en el procedimiento administrativo para obtener tal o cual autorización, lo que debería ser un imperativo que debiera inspirar a la legislación sectorial tal como lo pretendía la Constitución al configurar un derecho a la seguridad jurídica.
Señalado lo anterior, el proyecto contempla como principio el que las autoridades “velarán por que puedan conocerse en forma oportuna y completa los requisitos y trámites que llevarán a la emisión del acto terminal” (art. 6, letra c). Cierto es que la Ley 19.880 estableció hace más de dos décadas, como derechos de los interesados “Obtener información acerca de los requisitos jurídicos o técnicos que las disposiciones vigentes impongan a los proyectos, actuaciones o solicitudes” (art. 17, letra h). Ello puede considerarse un avance en torno a la aludida disposición, especialmente porque el último precepto en cita ha tenido un uniforme tratamiento jurisprudencial-administrativo, encausado a las solicitudes de beneficios de retiro de los funcionarios de la Administración, donde la apuntada disposición ha tomado vida propia (Véase, por ejemplo, el dictamen N° 30.864, de 2016 de la Contraloría General de la República) o bien se ha engarzado con la jurisprudencia que ha sostenido que un error de la Administración no puede perjudicar a quienes han actuado de buena fe, siguiendo las orientaciones e instrucciones que esta les imparta y de las cuales se deriva la privación de un derecho que legítimamente le hubiese correspondido de no mediar un equívoco (por todos véase el dictamen N° 3.478, de 2018, de igual procedencia).
El reproche constitucional, no es baladí recordarlo, se anida sobre normas que si bien la preceptiva suprema los declara como importantes (Y que alguna jurisprudencia constitucional adujo que no podía ser un flatus vocis, como la sentencia Rol N° 9.418-20-INA, con votos disidentes de los Ministros Aróstica, Fernández y Letelier), pero no puede desatenderse tampoco, tal como lo señalara la primera sentencia norteamericana a que nos hemos referido, que más especulación, consultas, estimaciones y litigios, generan sendos retrasos “tanto que el proceso a veces parece rozar lo kafkiano”, con menos proyectos llegando a la meta, y algunos, ni siquiera a la línea de salida, con un mayor costo.
Con todo, estos articulistas no pretenden que la judicatura constitucional formule una observación de mérito sobre el contexto de descubrimiento del Proyecto de Ley en estudio, tal como, creemos, colinda la sentencia norteamericana que hemos pasado revista.
Nos parece, eso sí, y entrando de lleno a la materia, que los vicios de constitucionalidad denunciados no son tales por las siguientes consideraciones, a saber: i) el régimen de dominio público sigue vigente por expresas normas constitucionales y legales, las que no se ven afectadas por esta proposición legislativa; ii) la regulación también tiene sus límites, para que no sea desproporcionada o con cargas excesivas, que es lo que pretende enervar el proyecto de ley en referencia, lo que es del todo relevante en los proyectos de inversión, por la multiplicidad de permisos concurrentes que se requieren -y que incluso han afectado a servicios públicos como la creación de los Hospitales de Rengo, Melipilla y el Instituto Nacional de Neurología, según hemos sabido-, a lo que debe sumarse la litigiosidad que conduce a negociaciones informales, inestabilidad en los pronunciamientos jurisdiccionales y administrativos, permanente suspensión de los efectos de actos administrativos, etc. y; iii) por razones de falta mayorías parlamentarias, más que un reproche al contenido de la ley, hay una falta de políticas públicas atingentes para remediar en algo las increíbles dilaciones que hemos conocido, con los consabidos efectos en materia de empleo, y en fin, crecimiento económico.
Otro aspecto relevante que debe tenerse en cuenta a la hora de ponderar la supuesta desregulación que propicia el proyecto de ley, es el hecho que nuestro país, sin que muchos lo hayan notado, hace un tiempo viene traspasando a los regulados, con la consecuencia jurídica que ello implica, la responsabilidad de transparentar ante la Administración la verosimilitud y completitud de los antecedentes relativos a los proyectos o actividades cuya autorización estatal requiere, cargando sobre sus hombros cualquier atisbo de fraude a la buena fe pública. Así ya quedó establecido en la preceptiva de la ley N° 21.595 sobre delitos económicos y ambientales, fijándolos como delitos de segunda categoría (art. 2, numeral 31°, en relación con el art. 57) y que de igual manera se recoge en el proyecto de ley impugnado tratándose de las denominadas “técnicas habilitantes alternativas” (art. 12).
Por lo expuesto, la decisión política hoy contenida en este proyecto de ley, no puede ser aquilatada con un reproche constitucional, sea porque no hay mérito para ello, sea porque las restricciones a los restantes derechos constitucionales para proteger bienes como los denunciados por el requerimiento, deben ser son específicas y determinadas y no genéricas, exigencias que provienen del propio tenor literal de la Constitución en el art.19, numeral 8°, inciso 2°. Asimismo, no puede soslayarse que los temas de regulación escapan a una mera disposición constitucional interpretada aisladamente. Pues bien, lo que se necesita hoy, siguiendo la jurisprudencia norteamericana ya reseñada, es que el adjudicador administrativo tome decisiones plenamente informadas, bien meditadas, a lo que nos permitimos añadir con carácter de prontitud, porque la dilación administrativa permanente que ha motivado este proyecto de ley, sí puede erosionar los derechos de las personas, afectando sus posibilidades de acceso laboral formal, seguridad social, prestaciones colectivas, acceso a obras públicas, sistemas hidráulicos y de saneamiento, y otros que materializan el derecho a la vida, sin que los habitantes queden en desprotección por ausencia de empleos, y asilándose en una teoría del dominio público absoluto, exclusivo y perpetuo, únicamente procedente para el Estado y no para de la persona humana, principio y sujeto del derecho ambiental y constitucional.
Mauricio Oviedo Gutiérrez*, abogado de la Universidad de Concepción, Magíster en Derecho Público, Ex Ministro Primer Tribunal Ambiental, Consejero Senior CPA Legal.
Felipe Lizama Allende**, abogado de la Pontificia Universidad Católica de Chile, Magíster en Derecho Regulatorio, Socio en CPA Legal y Director Regulatorio en Admiral Compliance.




