Columnas
Decretos: agilidad del Ejecutivo, control y certeza jurídica
Por Jorge Arredondo Pacheco* y Juan Diego Galaz Carvajal*
Los decretos y por ello, el alcance de las facultades normativas autónomas del Ejecutivo, han vuelto a estar en la discusión pública. En esta columna queremos reflexionar sobre el rol que cumplen esta clase de normas en el Estado de derecho. La conversación importante, sostendremos, es respecto a cómo se organiza y limita el poder en nuestro sistema jurídico-político, en términos tales que el Ejecutivo, válidamente investido de autoridad, pueda llevar adelante el programa político para el que fue electo, sin por ello crear condiciones de incertidumbre sobre los derechos y las transacciones. Centraremos, entonces, esta reflexión en la tensión que presenta la relación entre agilidad de la administración, control democrático y certeza jurídica.

Mas allá de toda discusión sobre su diseño institucional, que es por cierto necesaria, desde el punto de vista del derecho, los decretos – y la potestad reglamentaria que los habilita – resultan decisivos para la salud de un estado democrático.
Observar la complejidad de nuestra vida en sociedad los justifica a simple vista: ningún Congreso, por más activo que sea, puede despachar todas las regulaciones que reclama nuestra convivencia. Es imposible, adicionalmente, que en ellas pueda pormenorizar sus alcances hasta el último detalle.
El Congreso, por medio de la ley y con sus propios tiempos de discusión, se encarga de establecer principios, diseñar estructuras y trazar marcos generales. El decreto, por su parte, trata normas técnicas, rápidas y adaptables, —desde cómo se certifica un medicamento hasta cómo se organiza un servicio público— y son responsabilidad del Ejecutivo. Así, el decreto es, en estos términos, una respuesta a la necesidad de eficacia administrativa.
Junto al tema de la agilidad, aparece el ámbito del control democrático. Es así, pues junto con agilizar la administración, facilita la realización del proyecto político del gobierno de turno. Así, y dentro del ámbito que le permite la constitución, facultan a la ejecución de ciertos aspectos del programa con el que fue electo.

Es este aspecto el que plantea preguntas sobre su alcance. ¿Qué normas y hasta qué punto deben seguir el procedimiento legislativo, expresión máxima de la representación democrática? ¿Cómo puede el Ejecutivo, también democráticamente electo, no ser un simple administrador de los normas dictadas por el Parlamento e implementar su programa de gobierno? ¿Cómo se media la tensión entre agilidad regulatoria (más eficacia programática) y control democrático?
En nuestro país esta ha sido una discusión de larga data. En dos siglos hemos transitado por períodos de concentración absoluta de facultades legislativas en el Ejecutivo, y otros donde se ha limitado a ser un administrador de las leyes emanadas del Congreso. En la actualidad hemos optado por un modelo con inclinación presidencialista. La Constitución delimita las materias reservadas a la ley y entrega importantes facultades al Ejecutivo. Con sus aciertos y dificultades en términos de diseño institucional, ha resultado ser un modelo que descansa en el diálogo y deferencia recíproca entre estos órganos del Estado, como expresión del compromiso democrático de quienes a su turno se encuentran en función.
Visto lo anterior, queda por examinar los decretos desde la certeza jurídica.
Como hemos dicho, los decretos ofrecen agilidad y eficacia programática, en gran medida, porque no quedan formalmente sometidos la discusión democrática contingente. Como contrapartida, esta misma agilidad y falta de discusión, puede acarrear incertidumbre normativa o, en su extremo, arbitrariedades, las que pueden traer costosas consecuencias en un sistema de control judicial posterior como el existente en nuestro país.
Si desde ya la creación, corrección o derogación de reglas sin posibilidad de discutirlas puede alterar las condiciones de certeza de manera negativa, las dificultades para impugnarlas una vez adoptadas solo agregan mayores costos a la ya gravosa incertidumbre. Baste recordar lo sucedido en Estados Unidos a propósito de las tasas.
Ahora bien, no tiene por qué ser siempre así. En los últimos años, los distintos gobiernos en nuestro país han fortalecido la incorporación de incumbentes en sus decisiones normativas de variadas materias. Este ha resultado ser un ejercicio saludable y particularmente importante en áreas que afectan derechos sociales, económicos y político. Los diálogos han traído mejores soluciones, reduciendo la incertidumbre sobre sus efectos y una mayor legitimidad de las normas adoptadas.
Lo anterior se vuelve especialmente relevante si se consideran las congestionadas y poco claras vías disponibles para impugnar un decreto vigente. Como sostuvimos en otra columna, nuestro ordenamiento jurídico crea zonas de incerteza graves al no contar con herramientas suficientemente precisas para oponerse a los decretos que afecten derechos adquiridos y las relaciones jurídicas en ellos sustentados.
El equilibrio entre agilidad, control y certeza es delicado y requiere transparencia. Los decretos, para cumplir su función, deben ser concretos, públicos, accesibles y según sus propios propósitos y destinatarios, controlados. En última instancia, el debate sobre los decretos trata sobre cómo se asegura que la autoridad ejecutiva pueda gobernar sin paralizarse en la burocracia, salvaguardando la calidad democrática de sus decisiones y la certeza jurídica que se espera de las normas.
En un país que aspira a consolidar su democracia, los decretos son instrumentos que, bien regulados y controlados, permiten que el poder Ejecutivo cumpla con su responsabilidad sin socavar el marco legal que protege a todos los ciudadanos.
Jorge Arredondo Pacheco, abogado socio az | albagli zaliasnik
Juan Diego Galaz Carvajal, abogado, PhD in Law




