Columnas
El olvido institucional: ¿Por qué el adulto mayor en Chile no es un ciudadano pleno?
Por Marisol Bórquez*
En Chile, existe un curioso fenómeno: mantenemos una retórica social cálida y sentimental sobre la figura del adulto mayor. Son el pilar, la historia, el tesoro. Sin embargo, en la práctica institucional, legal y económica, la persona mayor es tratada como una clase subordinada. Se les niega sistemáticamente la autonomía plena, se les imponen condiciones de precariedad, y se les cataloga como una «carga» en la contabilidad nacional.
Yo sostengo que nuestra sociedad mantiene un profundo ageísmo estructural. El ageism, o discriminación por edad, se manifiesta en la creencia de que la vejez despoja a un ser humano de su valor productivo, y por ende, de su derecho a la participación y la decisión plena. Esto se traduce en un andamiaje legal y una política pública que, bajo la excusa de la «protección», ejerce un control desmedido sobre la vida de millones de chilenos.

La primera y más evidente señal de este despojo es la precariedad económica. La pensión en el sistema chileno, con sus montos insuficientes, no asegura la subsistencia digna. Es una burla cruel para quienes trabajaron durante décadas. Este diseño económico envía un mensaje sociológico devastador: «Tu valor terminó con tu vida productiva, y el Estado solo te garantizará la sobrevivencia mínima». Esto obliga a miles de personas a buscar trabajos informales, o lo que es más común y humillante, a depender por completo de la caridad y la red familiar.
La ley, en este sentido, falla doblemente: primero, al no garantizar una pensión justa; y segundo, al convertir al adulto mayor en un mendigo legal, sin voz real para exigir mejoras, pues su supuesta debilidad económica es utilizada para justificar su exclusión de los círculos de decisión política y económica. ¿Cómo se exige un derecho si el mismo sistema te ha dejado sin recursos ni energía para la batalla?
El punto más álgido de esta tiranía legal es la figura de la Interdicción y otras formas de tutela. La interdicción, que inhabilita legalmente a una persona para administrar sus bienes y tomar decisiones propias, puede ser necesaria en casos de deterioro cognitivo avanzado. Sin embargo, en el día a día de los tribunales chilenos, se convierte con demasiada frecuencia en un mecanismo de control patrimonial sobre el adulto mayor.
Esta figura legal permite a familiares (a menudo hijos) tomar las riendas financieras del padre o la madre, bajo un velo de supuesto cuidado, pero sin respetar necesariamente la voluntad original del afectado. El Derecho, en lugar de priorizar la autonomía y buscar figuras de apoyo a la decisión (como se hace en legislaciones más avanzadas), opta por la anulación total de la capacidad legal de la persona. ¿Es esto protección o es una forma solapada de despojo y control facilitado por el Código Civil? La ley chilena parece facilitar esta transferencia de poder sin poner la dignidad y autonomía de la persona mayor en el centro del proceso.
La inoperancia del sistema legal se vuelve un crimen de lesa humanidad en el ámbito de la salud. La existencia de eternas listas de espera para patologías propias de la tercera edad no es un mero error logístico o de presupuesto; es una decisión política que establece un orden de prioridades donde la vida del adulto mayor vale menos que la del segmento productivo.
Los adultos mayores tienen, en el papel, derecho a la salud en la Constitución y en diversas leyes. Pero la realidad es que el sistema público los obliga a esperar cirugías o tratamientos de cáncer y otras enfermedades crónicas por años, a menudo falleciendo antes de ser atendidos. Esto no es solo negligencia, es un trato de ciudadanía de segunda clase, una negación de la dignidad que se les supone. El Derecho, en este punto, es inerte; es letra muerta frente al abandono sanitario estructural que se legitima por la inercia política.
El debate que debemos abrir en Chile no es sobre si debemos ser más caritativos o cuidar más a nuestros mayores, sino sobre si estamos dispuestos a reconocer y garantizar que deben decidir por sí mismos hasta el último de sus días.
Un país que se dice respetuoso de los Derechos Humanos y que aspira a una sociedad justa no puede seguir justificando sistemas que fuerzan la dependencia económica y que institucionalizan la pérdida de autonomía y dignidad.
El desafío para el Derecho chileno es urgente: debemos desmantelar la idea de que la edad es sinónimo de incapacidad. Necesitamos reemplazar la figura de la interdicción por sistemas de apoyo a la decisión, donde la voluntad de la persona mayor siempre prevalezca. Además, exigir que el Derecho a la Salud y la garantía de Pensión Digna sean exigibles judicialmente, poniendo fin a las listas de espera mortales.
Si no cambiamos este enfoque, seguiremos siendo una sociedad hipócrita: celebrando al abuelo en las fechas especiales, pero negándole el derecho más básico de cualquier ciudadano: ser dueño de su propia vida, su cuerpo y su patrimonio.
*Marisol Bórquez.
Estudiante de Derecho,
Universidad Finis Terrae




