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La decisión que no rompió a Google, pero sí cambió las reglas
Por: Daniel S. Acevedo Sánchez | Linkedin | Email
Consultor en transformación digital y estrategia – Legal, Tax & Finance
Hay decisiones judiciales que clausuran una época y otras que redibujan el tablero sin derribar las piezas. La que conocimos el 2 de septiembre pertenece a la segunda categoría: Un esperado pronunciamiento de un tribunal norteamericano no partió a Google en dos; alteró, más bien, la forma en que compite. Tras cinco años de litigio con el Departamento de Justicia (DOJ) de EE. UU. el juez Amit Mehta escogió una ruta intermedia: eliminar exclusividades que blindaban la distribución del buscador, exigir interoperabilidad de datos, una apertura parcial del índice de la web y señales de uso, y permitir que Google siga pagando por ser el “default”, bajo mayor escrutinio. Con esa combinación, Chrome y Android siguen bajo el techo de Alphabet (empresa matriz de Google), pero el ecosistema deja de ser un corredor de una sola vía.
Para entender la relevancia, hay que mirar el hilo, no solo el nudo. La demanda original del DOJ no era un alegato abstracto sobre “tamaño”, sino una acusación concreta sobre cómo se consolidó el poder: acuerdos que aseguraban a Google el acceso predeterminado en navegadores y dispositivos, pagos a socios por situarlo en la primera curva de cada consulta, y un círculo virtuoso (para Google) de más búsquedas, más datos, mejores resultados, más anunciantes. En 2024, el tribunal dijo con todas las letras que ese ciclo se sostuvo con conductas ilegales. Lo que estaba en juego en 2025 no era el “si”, sino el “cómo” se iba a parar las prácticas monopólicas de Google ¿cirugía mayor como vender Chrome y separar Android o terapia de conductas y datos para abrir el mercado? Mehta, el juez del caso, optó por lo segundo.
El corazón del remedio está en dos verbos: desexclusivizar y compartir. Desexclusivizar significa que los fabricantes, operadores y desarrolladores ya no quedan atados a un único camino: podrán preinstalar y promover alternativas sin perder la llave de otros acuerdos con Google. Compartir implica que rivales calificados accedan a porciones del índice y a señales de interacción (qué se busca, qué se clica, cómo responden los usuarios), insumos que durante dos décadas alimentaron la ventaja cualitativa del buscador dominante. Google, por su parte, advierte que abrir señales entraña riesgos de privacidad y ha dicho que estudiará el fallo con detalle. El DOJ, en el polo opuesto, lo presenta como el requisito mínimo para que el mercado vuelva a respirar. En medio de ambas posiciones está el punto más sensible: la profundidad, frecuencia y gobernanza de ese intercambio. Ahí se decide si esto es una foto de museo o una compuerta que realmente se abre. Hay otro hecho que ayuda a leer el tono del juez: la irrupción de la IA generativa como vía alternativa a la “búsqueda clásica”. La existencia de motores de respuesta como ChatGPT pesó en el ánimo judicial para evitar una ruptura estructural, bajo la idea de que la competencia ya no pasa solo por los “diez enlaces azules”. Ese contexto, paradójico para Google, que lleva años investigando IA, terminó por disipar la tentación de ordenar la venta de Chrome o la separación de Android. El resultado, aun así, no es un cheque en blanco: es una cancha más ancha y con otras reglas.
La semana no cerró ahí. El 5 de septiembre, Bruselas impuso a Google una multa de €2.95 mil millones por prácticas anticompetitivas en su negocio de publicidad digital. No es un expediente menor ni un gesto simbólico: la señal europea apunta al conflicto de interés a lo largo de la cadena adtech y deja abierta la puerta a remedios más intrusivos si no hay correcciones creíbles. Visto junto con el fallo en EE. UU., el mensaje global es nítido: los reguladores no convergen en el “cómo”, pero sí coinciden en el “para qué”: restaurar condiciones de entrada y reducir dependencias.
¿Qué significa esto para la economía digital y, por extensión, para América Latina en los próximos trimestres? Primero, que la distribución deja de ser un coto cerrado. Sin exclusividades, los acuerdos de preinstalación y promoción pueden volverse más pluralistas: equipos Android que ofrecen un selector real de buscador al inicio; navegadores que integran asistentes distintos; telcos que negocian bundles menos atados. ¿Desaparecerá la fuerza del “default”? No. La inercia cognitiva del usuario mantiene valor. Pero el coste de experimentar baja. Ese solo hecho reconfigura la negociación entre fabricantes, plataformas y proveedores de búsqueda.
Segundo, que el insumo crítico, los datos, empieza a circular de otra manera. Si Bing, DuckDuckGo, Brave u otros asistentes de IA reciben materia prima más rica, su relevancia puede mejorar, y con ello la elasticidad del usuario: más consultas de valor migrarán hacia experiencias conversacionales donde el “tiempo a la respuesta” pesa más que la lista de enlaces. No será de la noche a la mañana; pero es la primera vez, en mucho tiempo, que la brecha de calidad puede cerrarse por diseño regulatorio y no solo por músculo de inversión.
Tercero, que la publicidad digital entra en una fase de escrutinio cruzado. Si Europa sube el listón en adtech mientras EE. UU. obliga a abrir señales de búsqueda, los anunciantes y medios latinoamericanos tendrán incentivos para recalibrar su mix y probar rutas de inventario fuera del stack tradicional de Google, midiendo retorno con más rigor. En paralelo, cualquier ajuste en conflictos de interés aguas arriba (subastas, intermediación) puede traducirse en mejoras de transparencia y, con suerte, en márgenes más sanos para publishers regionales.
El mercado, que odia la incertidumbre, leyó el veredicto como una válvula de alivio: la acción de Alphabet rebotó con fuerza tras conocerse que no habría un “desmembramiento” de Chrome, aunque los analistas más sobrios insisten en que el verdadero examen será operativo: cómo y cuándo se instrumenta el intercambio de datos, qué exclusividades desaparecen en la práctica y cuánto cambian las pantallas que deciden el tráfico real. La euforia bursátil no reemplaza la gobernanza.
Quedan interrogantes que no puede resolver un solo fallo. Google ya anticipó que apelará aspectos centrales; el DOJ y la compañía deben traducir la decisión en un fallo final ajustado y, a partir de ahí, activar cronogramas de implementación y supervisión. Lo previsible es una transición con idas y vueltas jurídicas, en la que la letra pequeña de la privacidad, la seguridad y la calidad de servicio pondrá límites o alas a la interoperabilidad de datos. La paradoja de nuestro tiempo, abrir para competir sin abrir de más, será el arte de los próximos meses.
Mientras tanto, el sector se mueve. La sola posibilidad de una venta forzada de Chrome, descartada por el juez, desató ofertas tan llamativas como la de Perplexity en agosto, un recordatorio de que el navegador no es un accesorio: es el puerto por donde entra todo lo demás. Que Chrome siga en casa de Google evita un terremoto, pero no nos devuelve al mapa anterior. Con las nuevas reglas, el puerto tendrá más embarcaderos.




