Columnas
Hacia un nuevo modelo de Discharge en la Ley de Insolvencia y Reemprendimiento
"La reforma que ha iniciado su discusión en el Congreso pretende resolver algunos de los nudos que había provocado el discharge -aunque no todos-, con la pretensión de contener la medida sólo para los deudores de buena fe y ofreciendo un catálogo de obligaciones a las que no afecta el efecto extintivo, las que se mantienen en vigor post-concurso y permiten su ejecución con los bienes embargables que vaya adquiriendo el deudor a futuro".
Por Juan Luis Goldenberg Serrano *
Si bien el proyecto de reforma de la Ley 20.720 (de insolvencia y reemprendimiento, o “LC”) contenido en el Boletín núm. 13802-03 toca varias temáticas de diverso calado, uno de los aspectos que deben ser destacados es el que se refiere a la forma en que se replantea una de sus figuras nucleares: la extinción de los saldos insolutos al término del procedimiento de liquidación. Se trata del efecto conocido también como “descargue de la deuda” o “discharge”, recogido en los artículos 255 y 268 LC.
Ella es una de las innovaciones que más problemas y críticas había suscitado en el ámbito de la reforma del año 2014, dado que, carente de mayores explicaciones y alejándose de las tendencias del Derecho comparado e histórico nacional, había ofrecido tal extinción como un efecto que, sin mayores requisitos ni limitaciones, se producía automáticamente por el término del respectivo procedimiento de liquidación (en este sentido, especialmente Caballero Germain, Alarcón Cañuta y Ruz Lártiga). Con ello, es posible sostener que toda la lógica de la ley concursal pasa por su comprensión como pieza fundamental: por una parte, para aumentar el poder de negociación de los deudores en los procedimientos de reorganización o de renegociación (dado que la alternativa de la liquidación refleja supone una pérdida importante para los acreedores), y, por la otra, para provocar el anhelado fresh start o nueva oportunidad para empresas y personas deudoras, en miras de los intereses del deudor en el ámbito del concurso (o, mejor dicho, del post-concurso).
Carente de deslindes, una primera interpretación suponía que toda clase de obligaciones podía ser extinguida por esta vía, sin tener a la vista los efectos sociales de esta respuesta o su aparente indolencia frente a un comportamiento del deudor que, incluso doloso, podría ser igualmente premiado con el beneficio del descargue. Esta lectura daba lugar a suspicacias porque, recordando palabras de Georges Ripert (1880-1958), podrían estar consagrando un verdadero “derecho a no pagar las deudas”, contraviniendo las lógicas de nuestro ordenamiento civil sin un sustento dogmático adecuado para justificar tal desviación.
Sin embargo, la jurisprudencia se encargó de ofrecer ciertos matices,a pesar de los escasos elementos que el articulado de la Ley 20.720 proporciona a estos efectos. Por ejemplo, a partir de una debatible lectura del principio de especialidad del artículo 8° LC, generalmente se ha resuelto que no procede la extinción de los “créditos con aval del Estado” (créditos CAE) concedidos en el marco de la Ley 20.027, o, con una interpretación más bien finalista, que los efectos extintivos deben limitarse a los créditos enunciados por el deudor en la solicitud de liquidación voluntaria, en la medida que estos tuviesen un origen derivado de relaciones puramente contractuales. Así también, la Superintendencia de Insolvencia y Reemprendimiento ofreció un catálogo de deudas que serían inmunes a todos el procedimiento de renegociación y, con ello, a la eventual posibilidad de renegociación o a verse afectadas por el discharge también consagrado en fase de ejecución (Oficio Circular núm. 5, de 2020).
La reforma que ha iniciado su discusión en el Congreso pretende resolver algunos de los nudos que había provocado el discharge –aunque no todos-, con la pretensión de contener la medida sólo para los deudores de buena fe y ofreciendo un catálogo de obligaciones a las que no afecta el efecto extintivo, las que se mantienen en vigor post-concurso y permiten su ejecución con los bienes embargables que vaya adquiriendo el deudor a futuro. A continuación ofrecemos una primera valoración crítica de dicha propuesta, con el objetivo de que ella pueda ser considerada en el ámbito de la discusión legislativa.
El proyecto entiende que este descargue desmedido de las deudas ha provocado dos efectos nocivos: primero, la preferencia de los procedimientos liquidatorios por sobre la reorganización de las empresas y la renegociación de las deudas de las personas; segundo, la ausencia de mecanismos efectivos para prevenir el uso inadecuado del procedimiento concursal de liquidación de personas.
Sobre el primer punto, siempre cabe tener presente que, bajo las lógicas del principio de neutralidad concursal, las leyes de insolvencia no pueden pretender constituirse en un artilugio que conceda viabilidad a los negocios o fuentes de ingresos estables que soporten un plan de renegociación. Pretender que los procedimientos no liquidatorios prevalezcan en el escenario nacional sería conducir a los particulares por caminos errados si es que no están soportados en indicios de que los acuerdos de reorganización o renegociación podrán efectivamente sostenerse en el tiempo. En consecuencia, lo que debe buscarse es generar mayores incentivos para el pronto uso de estos procedimientos antes que la crisis patrimonial se lleve consigo toda posibilidad de rescate y no generar elementos distractores que privilegien la liquidación, incluso, de unidades económicas viables.
Respecto al segundo aspecto, parece injusto sostener que el uso abusivo del concurso, que, por supuesto lo ha habido, se ha situado únicamente en las personas y que no se ha presentado también en los procedimientos aplicables a las empresas deudoras. La alusión da cuenta de cómo, en la práctica, los tribunales han sido bastante más restrictivos en la apertura de las liquidaciones voluntarias de bienes de la persona deudora (artículo 273 LC) que de la empresa deudora (artículo 115 LC), aun cuando la redacción de las normas no otorgue indicios que el control de admisibilidad presente distinciones relevantes. Aquí revive la sospecha que pesa sobre el deudor que busca el principal beneficio del procedimiento, que es precisamente el discharge, lo que constituye una crítica que desconoce la historia de la figura. Cuando ella nació en la Inglaterra de inicios del siglo XVIII su finalidad era la protección de los acreedores, por cuanto su procedencia dependía esencialmente de la cooperación del deudor en la identificación y entrega completa de sus activos embargables, cuando el comportamiento inverso era sancionado, incluso, con la pena de muerte. Al tiempo que el discharge fue mutando hacia un propósito más humanitario, enfocado en la tutela del deudor “honesto, pero desafortunado” en la clave del modelo estadounidense, se abrió la posibilidad del inicio del concurso a su propio requerimiento, precisamente para permitir su renacimiento en el campo económico y crediticio (el denominado “nuevo comienzo” o “fresh start”), y fue con este cariz con el que se incluyó históricamente en la Ley de Quiebras de 1929 bajo la denominación del sobreseimiento definitivo extraordinario.
Ahora bien, matizados dichos puntos, hay dos aspectos adicionales del Mensaje que llaman la atención. Por una parte, se señala que “si bien la normativa concursal no tiene por objetivo inmediato combatir el endeudamiento excesivo desde el punto de vista del deudor (lo que se enfrenta a través de un conjunto multisectorial de medidas tales como aumento de educación financiera, mayor transparencia en los costos totales de créditos y sus comisiones, entre constituye una medida de ultima aquellos deudores que están en insalvable de insolvencia”. Lo anterior omite que el discharge constituye precisamente una herramienta que, valorada en su eficacia ex ante, también posee un papel en la contención del sobreendeudamiento de las personas.
En efecto, desde una perspectiva puramente económica, la incorporación del beneficio de exoneración del saldo insoluto en la órbita concursal tiene dos consecuencias relevantes: ella funciona como un mecanismo asegurador, de modo similar a lo que ocurre con las reglas de limitación de responsabilidad en el plano societario, de forma tal que parte del riesgo de insolvencia se desplaza (aun parcialmente) hacia los acreedores; y, luego, sirve como un estabilizador económico a un nivel más general, tanto ex ante como ex post. Ex ante, porque se presupone un otorgamiento más responsable del crédito por parte de los proveedores financieros, y de ahí que sea posible integrarlo como una herramienta que perfecciona el principio del “préstamo responsable”. ex post, porque funciona como válvula de escape que pretende lograr una recomposición del cuerpo de deudores cuya participación en el mercado es indispensable para el funcionamiento del modelo económico. El Mensaje parece abordar sólo este último aspecto, incluso negando la existencia de su eficacia preventiva.
Por su parte, refiere la idea de la reforma al discharge bajo el propósito de otorgar mayor certeza jurídica. Algo que, a nuestro juicio, sólo se desprende al establecer un catálogo de obligaciones que no se ven afectadas por el efecto extintivo, especialmente en los casos en que una interpretación sistemática (e, incluso, axiológica) de las normas aplicables había dado mayor lugar a dudas. Pero no parece ser la finalidad buscada con la incorporación del “incidente de mala fe” al que aludiremos a continuación, dado que ello no otorga mayor seguridad a las partes, sino que confiere una nueva justificación al beneficio (que parecía huérfano de todo sustento), reencausándolo a sus raíces, aunque por medio de mecánicas diversas a las que presentaba nuestro derecho de quiebras histórico (véase en este artículo un mayor desarrollo sobre la evolución que la figura ha tenido en el derecho chileno).
Respecto a este punto, la calificación de la mala fe del deudor puede lograrse mediante una declaración incidental, tramitada conforme a las reglas generales del Código de Procedimiento Civil, aun cuando la prueba sea valorada conforme a la sana crítica. Por medio de lo anterior, el proyecto intenta fijar los contornos de un comportamiento colaborativo y honesto, meritorio del beneficio del discharge, en un modelo que vuelve a la línea del sobreseimiento definitivo extraordinario incorporado en Chile en la Ley de Quiebras de 1929 y perpetuado en la Ley 18.175 y el Libro IV del Código de Comercio, pero sin la reconducción a la calificación criminal del concurso.
Por ello, el proyectado artículo 169 bis LC tipifica algunas conductas que inciden en las restricciones o matizaciones al efecto extintivo que puede fijar el tribunal del concurso, conforme se confirma en el nuevo texto del artículo 255 LC. Por una parte, encontramos aquellas referidas al hecho de que los antecedentes documentales o la indicación de los activos del deudor informados al tiempo de solicitarse la liquidación voluntaria fuesen incompletos o falsos y, por otra, los casos en que no se hubiere facilitado o se hubiese retenido y ocultado información o destruido bienes o documentos antes o una vez iniciado el procedimiento concursal. Se suma a lo anterior una forma simplificada de acreditación de esta segunda causal en caso de que el deudor hubiese incumplido con la carga de colaboración prescrita en el artículo 169 LC, en lo que se refiere a la indicación y puesta a disposición de los bienes y antecedentes al liquidador en el ámbito de las diligencias de incautación e inventario.
Sobre este particular, cabe efectuar algunas observaciones, especialmente relacionadas a la reiteración de los supuestos de hecho ya citados con la tipología de los delitos concursales del párrafo 7, del Título IX, Libro Segundo del Código Penal. Destacamos lo anterior porque la finalidad del artículo 169 bis LC parecería encontrarse en aliviar los problemas derivados de las dificultades que ofrece la calificación penal de conductas similares y los tiempos involucrados en esta clase de procedimientos, cuestionamientos que ya se habían presentado con relación a la eficacia del “sobreseimiento definitivo extraordinario”. Especialmente si se toma en consideración la tramitación incidental de la “declaración de mala fe” y la ponderación de la prueba conforme a las reglas de la sana crítica que se propone, todo ello envuelve una rebaja de los estándares para apreciar el disvalor de la conducta y un adelantamiento del reproche penal, de haberlo, a efectos de circunscribir las consecuencias civiles de su acreditación. No obstante, la cuestión no debe llevarse a extremos: difícilmente podrá sostenerse que las conductas indicadas en el artículo 169 bis LC deben leerse en una clave meramente objetiva si se encabeza por la idea de la “mala fe”, además que una aplicación material podría llevar a resultados injustos que impiden comprender las razones de la pérdida del beneficio.
A su turno, respecto a la segunda conducta tipificada, la regla hace referencia a actos que pudieron haber tenido lugar antes del inicio del procedimiento concursal, aunque deba comprenderse que tal posibilidad solo alude a la destrucción de bienes y documentos, puesto que las demás refieren a las cargas impuestas precisamente en razón de la cooperación exigida en el artículo 169 LC, las que operan una vez dictada la resolución de liquidación. El problema se presenta porque la regla omite un arco temporal en que tales actos debieron tener lugar, y sólo a partir de una interpretación analógica podría argumentarse que ella se extiende a los mismos dos años que usualmente emplean los delitos concursales para sancionar la conducta del deudor. Además, únicamente en algunos casos este plazo resulta coincidente con los periodos de sospecha previstos para el ejercicio de las acciones revocatorias concursales del Capítulo VI de la Ley 20.720.
Obsérvese que la tipología es cerrada, y dada su excepcionalidad, parece que no es posible una interpretación extensiva o una aplicación analógica. Ello supone que el legislador no permite la valoración de otras conductas que pudiesen ser también reprochables, probablemente por desconfianza en que los tribunales terminen utilizando unas mayores prerrogativas para matizar el beneficio hasta su desaparición. El problema que se quiere evitar responde a un eventual sesgo retrospectivo (hindsight bias) por parte de los tribunales, en los que, puestos en igual posición que el deudor al momento de tomar sus decisiones financieras, asumen que ella debió haber sido diferente y más cuidadosa. Pero esto no quita que existan otras hipótesis desatendidas, como, por ejemplo, las que podrían suscitarse con motivo de enajenaciones fraudulentas, eventualmente sujetas a revocación.
En este mismo orden de ideas, el artículo 169 bis LC establece dos opciones de limitación al descargue de haberse comprobado los supuestos de hecho antes mencionado. Para ello, se ofrecen criterios bastante amplios para que el tribunal pondere la posibilidad de negar absoluta o parcialmente el discharge, y, en este último caso, fije un porcentaje de los saldos que serán extinguidos. Tales parámetros se refieren a la gravedad de los hechos y al perjuicio ocasionado a la masa. El primer aspecto parece aludir a elementos puramente objetivos basados en el disvalor de la conducta, cuestión que, a nuestro juicio, pudo haber resuelto la propia ley en atención a que el mismo artículo ya efectúa una descripción bastante precisa de las acciones reprochadas. El segundo genera un par de dudas adicionales. La regla no aclara si el perjuicio debe provocarse a la masa activa o a la masa pasiva del concurso, aunque de la referencia a las conductas parece evidenciarse que debe relacionarse con esta última, esto es, afectando las posibilidades de pago de los acreedores. Lo anterior porque hay supuestos que evidentemente afectan a la masa activa, de manera que la formulación sería redundante (como la destrucción de bienes), y otros en los que no lograría provocarse una afectación real (como la falsedad de los documentos o la ocultación de información). Pero si esto es así, el problema se presenta por una cuestión temporal: el perjuicio efectivo a la masa pasiva sólo se conocerá al término del concurso y, durante su tramitación, únicamente se podrá establecer un monto probable de insatisfacción. Ello supondría que, al resolver el incidente de “declaración de mala fe”, el tribunal sujetaría su apreciación a tal probabilidad, aun cuando ella no se conozca realmente hasta el término del concurso, sin posibilidad de revisar su apreciación previa.
Un último aspecto por considerar se refiere a la posibilidad de apelar de la resolución que falle el incidente de mala fe, recurso al que se le priva de efectos suspensivos. Sobre este particular, el problema resulta en que dicha apelación podría estar pendiente al término del procedimiento concursal, cuando ya se haya dictado la resolución de término del artículo 255 LC. Si así fuese un escenario probable sería el siguiente: si acaso el deudor no hubiese sido declarado de mala fe, en principio, se entendería que el beneficio del descargue se produciría sin mayores restricciones. Conforme a lo anterior, en principio se entenderán extinguirían todas sus obligaciones preconcursales y, consecuencialmente, deberían eliminarse también de los registros de deuda. Entonces, se generará una apariencia de fresh start, pero que se encuentra sujeta a revisión, lo que no será completamente transparente para el mercado. De esta manera, si la Corte revoca la mentada sentencia y limita el descargue, resultará que las obligaciones aparentemente extintas renacerán y los acreedores recobrarán sus acciones de cobro, compitiendo con los nuevos acreedores que hayan surgido en el tiempo intermedio, que pudieron suponer una carga financiera diferente a la que la revocación de la sentencia produce.
Por último, respecto a las obligaciones que no serían objeto de la extinción, con independencia de la buena fe del deudor, encontramos aquellas asociadas a pensiones alimenticias (¿de fuente legal?) y las que tengan su origen en la condena del deudor por la comisión de un delito o cuasidelito civil o penal. La primera exclusión responde a la especial naturaleza de esta clase de obligaciones que deben considerarse vinculadas con el reconocimiento ciertas garantías constitucionales enlazadas con el derecho a la vida, a la integridad física y psíquica, y, por supuesto, con el respeto a la dignidad de la persona anunciada en las bases de la institucionalidad. La segunda parece centrarse en una proyección del principio pro damnato en lo que respecta a la responsabilidad extracontractual y a la conservación de las finalidades de las penas pecuniarias en lo que se refiere a la responsabilidad penal.
Sin embargo, hay ciertos vacíos que provoca la revisión de la regla que deberían ser cubiertos por la decisión legislativa. Además del llamativo silencio en lo que respecto a los “créditos con aval del Estado” (créditos CAE), que tanta discusión han generado en doctrina y jurisprudencia, queda la duda si acaso sería posible seguir empleando el principio de especialidad del artículo 8° para la solución de otros casos conflictivos, algunos de los cuales se encuentran reseñados en el artículo 2° del Oficio Circular núm. 5, de la Superintendencia de Insolvencia y Reemprendimiento, al que antes hicimos referencia. Otro punto igualmente relevante es el que se refiere a la falta de alusión al destino de las garantías reales o personales otorgadas por terceros (garantías exógenas), lo que ha generado dudas en torno a la aplicación del principio de accesoriedad en clave civil o a su ajuste, ahora desde una mirada concursal, que ve en el discharge un beneficio estrictamente personal.
Una tercera exclusión se refiere a los créditos “determinados por el tribunal en la resolución que falla la solicitud del artículo 169 bis”. Nos parece que esta remisión no debe entenderse a ciertos créditos específicos, como en los supuestos anteriores, dado que las facultades concedidas al tribunal en tal norma sólo se refieren a la no extinción completa o porcentual de los saldos insolutos, pero no a la identificación de algunos créditos que podrían quedar exentos de ella, en desmedro de otros que se verían extinguidos. De ahí que la referencia del artículo 255 LC parezca errada en su redacción y parezca necesario aclarar el punto para no generar una discriminación que la ley no parece realmente querer ofrecer.
Finalmente, también se advierte que el replanteamiento del descargue se establece únicamente en sede de liquidación concursal, sea en el caso de la empresa deudora (artículo 255 LC) o en la nueva liquidación simplificada (nuevo artículo 281 A LC), ignorando que éste también se dispone como consecuencia de la aprobación de un acuerdo de ejecución en el ámbito del procedimiento concursal de renegociación de las personas deudoras (artículo 268 LC). No replicar las reformas en dicha disposición genera un problema de arbitraje entre los procedimientos, puesto que podrá suponerse que los acreedores estarán a lo menos tentados de rechazar estas fórmulas simplificadas de acuerdo, de manera de lograr llegar a un procedimiento de liquidación (refleja) y limitar los efectos de la resolución de término, cosa que no podrían hacer ante la Superintendencia de Insolvencia y Reemprendimiento.
En suma, repensar la figura del discharge en el ordenamiento chileno parece una cuestión imperativa, por los efectos y dudas que ha presentado para el funcionamiento de los mercados y por una cuestión de sistematicidad de nuestro ordenamiento civil. Con todo, ella envuelve un cúmulo de dificultades dogmáticas y prácticas que merecen un estudio bastante más profundo a efectos de no terminar ofreciendo, nuevamente, un modelo que generaría sendas incertezas jurídicas, incumpliendo, al menos, una de las razones por las que se ha propuesto una reforma en este ámbito.
Hay muchas otras cuestiones interesadas vinculadas con el proyecto de reforma concursal. Sobre ellas habrá que volver en otra ocasión.
* Juan Luis Goldenberg Serrano es Of counsel de Baraona y Cía. y profesor asociado de Derecho UC.