Columnas

La corrupción como juego de salón: Ni juicioso ni chistoso

Hace unos días se conoció el lanzamiento de un juego de salón bautizado como “Corruptia” de la mano de un par de autores chilenos y con un conocido dibujante político a cargo de su ilustración. Según sus propios creadores, cada jugador representa a un integrante del Senado y militante de partidos políticos ficticios que, en cada ronda, toman cartas para proponer leyes en áreas como educación o medio ambiente, pero con la expresa intención de favorecer sus intereses privados.

Por Tamara Agnic, Soledad Alonso y Manuela Zañartu*

Hace unos días se conoció el lanzamiento de un juego de salón bautizado como “Corruptia” de la mano de un par de autores chilenos y con un conocido dibujante político a cargo de su ilustración. Según sus propios creadores, cada jugador representa a un integrante del Senado y militante de partidos políticos ficticios que, en cada ronda, toman cartas para proponer leyes en áreas como educación o medio ambiente, pero con la expresa intención de favorecer sus intereses privados.

Los autores han indicado que, para aprobar una ley, todo tipo de prácticas están permitidas, es decir, cohecho, chantajes o presionar con el apoyo popular para obligar a un senador a aprobar tal o cual proyecto. Si bien no está del todo claro cuál es el público objetivo del juego (estará a la venta a fin de año), es de suponer -según la intención declarada de sus autores y de la editorial que apoya este proyecto- que muchos niños y adolescentes estarán en la mira como potenciales jugadores.

No es nuestro ánimo parecer graves, faltas de humor ni mucho menos pretender censurar el legítimo derecho de quienes han desarrollado este producto, pero creemos necesario levantar una alerta respecto del riesgo que se corre cuando se banaliza y se normaliza a la corrupción al punto de llevarla a un juego de salón, más aún si éste pudiera eventualmente tener entre sus potenciales consumidores a niños, niñas y adolescentes.

A nuestro parecer, hay al menos dos razones que debieran llamarnos a reflexionar acerca de por qué la corrupción no puede ser sujeto de bromas, ligereza, o liviandad.

Para partir, la corrupción jamás debe normalizarse; nunca debe haber espacios para que se le considere como parte del paisaje de la actividad política y empresarial. Bajo ningún término hay que conceder lugar para que sus prácticas sean frivolizadas o puestas como parte de la cotidianeidad de la gestión pública o privada y como si se tratase de acciones que perfectamente pueden o pudieran ocurrir en determinados contextos. Muchas veces hemos resaltado en nuestros debates en el podcast “ESG, de la A a la Z” que el compliance no tiene ningún objeto si su aproximación es meramente legalista y si la organización pretende descansar en la obtención del “certificado” para depositar ahí la esperanza de evitar delitos corporativos o casos de fraude mayor.

El cumplimiento va mucho más allá de lo legal y eso, lamentablemente, no termina de ser entendido muchas veces por la alta dirección y administración, lo cual deja también mucha incertidumbre sobre qué es lo que se entiende en el resto de la organización. Lo hemos hablado infinitas veces: es hacer lo correcto de manera correcta y por las razones correctas. Pero ese supuesto parte de la base de no tomar nada por sentado y de no trivializar ni menos normalizar conductas y prácticas que son absolutamente incompatibles no sólo con la normativa o la ley, sino con el sentido común que nos impone la ética.

¿Ya hemos dicho que evadir el pago del metro o de la micro es también una forma de corrupción? Pues sí. Cada vez que nos saltamos una regla, cuando infringimos un deber o propiciamos la trampa, estamos alentando y tolerando las bases conceptuales de la corrupción. Así de claro, así de peligroso.

En segundo término, hay que tener especial cuidado con el mensaje que estamos dando a las nuevas generaciones, a niños, niñas y adolescentes acerca de qué es la corrupción y cómo debemos enfrentarnos a ella. Nosotras tenemos hijos, algunos de ellos están en una etapa formativa de la personalidad y los valores, pero que, como almas jóvenes, son competitivos y quieren ganarse un espacio de validación entre sus pares. No siendo expertas en comportamiento adolescente, sí como mamás tenemos la percepción de que para los menores de edad resulta difícil entender las sutilezas que demanda un juego como éste, sobre todo en lo referido al dominio del sarcasmo, la pillería y la ironía.

La infancia, hasta los 7 años, está caracterizada por una comprensión muy literal de los significados. En esta etapa, niños y niñas son muy concretos y es difícil que entiendan los matices de lo que es broma y lo que es en serio, a menos que haya una supervisión estricta de los valores que estamos intentando inculcar. Hasta la etapa púber, se comienza a entender el lenguaje figurado y en la adolescencia temprana ya hay más herramientas para comprender el sarcasmo al aumentar las habilidades cognitivas de los y las jóvenes al adquirir mayores recursos lingüísticos. Pero todo esto necesariamente va ligado a una supervisión adulta.

¿Qué estamos haciendo? De corrupción se habla en serio, con dureza, con tolerancia cero y sin espacios para minimizarla o relativizar su impacto.

Lamentablemente, ante los últimos hechos que se investigan, hemos observado erráticas señales en el debate público, donde han primado declaraciones altisonantes que persiguen la ganancia política de corto plazo o el “empate técnico”. Sorprende que buena parte de la prensa y los actores de la opinión pública pareciera que hubieran nacido la semana pasada o que sufrieran de una amnesia selectiva que les impide ver que estas prácticas nos acompañan hace bastante más tiempo que la actual administración de gobierno. Ha costado instalar en Chile una agenda legislativa contundente y definitiva que ponga cerrojo a los espacios por donde la corrupción hace su trabajo. Tampoco hemos escuchado a nadie, hasta ahora, opinar sobre este juego que va en la dirección contraria a lo que echamos de menos, como son las clases en la etapa escolar temprana de “educación cívica”, esa que nos enseñaba a comportarnos con las normas mínimas en la sociedad, a no romper las reglas y a actuar con ética.

El país ha presenciado casos muy serios en donde se ha defraudado la fe pública en los negocios y en la relación entre el dinero y el aparato estatal. Pero queda la sensación de que la indignación ciudadana dura lo que dura su presencia en los medios o en las redes sociales para luego ir cayendo en la normalización y en la cotidianeidad. ¿Y ahora queremos transformar esto en un juego de salón? No nos parece ni juicioso ni chistoso.

*Tamara Agnic, Soledad Alonso y Manuela ZañartuConductoras y panelistas del Podcast “ESG de la A a la Z” de Estado Diario

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