Columnas

Nuevo dictamen de Contraloría inaugura un nuevo estándar de cumplimiento aplicable a los proveedores del Estado

El reciente dictamen busca mejorar la integridad en las compras públicas y prevenir actos de corrupción entre proveedores del Estado. Una mirada a los cambios que se avecinan y los desafíos que enfrentan los proveedores para adaptarse.

Por: Felipe von Unger V.*

El 20 de julio la Contraloría General de la República (la “Contraloría”) entró en la polémica que se ha levantado luego de que se conocieran cuestionables traspasos directos de dineros – “convenios” – desde reparticiones del Estado a entidades sin fines de lucro, para la supuesta realización de ciertas tareas de carácter social. Lo hizo mediate el dictamen N°E370752N23 (el “Dictamen”).

El texto repasa una serie de normas de la Ley N°19.886 (Ley de Compras Públicas), de su reglamento, y de otros cuerpos legales (por ejemplo, la Ley N°18.575), sobre la base de las cuales luego prescribe una serie de medidas que han de ser adoptadas por la administración del Estado a la hora de adquirir bienes o servicios de parte de privados. Estas medidas giran en torno i. a la gestión de contratos que deben hacer las entidades públicas; ii.  a la planificación de las compras y su evaluación ex ante; iii. a la redacción de bases y formularios tipo; y iv. a la obligatoriedad de “programas de integridad y compliance” por parte de los proveedores de Estado.

En el Dictamen, la Contraloría alude a una serie de restricciones y obligaciones que ya existen en nuestro ordenamiento dirigidas a los distintos proveedores del Estado, como las relacionadas con sus obligaciones con sus trabajadores, con la normativa que protege la libre competencia, o con el estatuto penal aplicable a las personas jurídicas (tan en boga por estos días). Luego de lo anterior – aquí está la novedad – dispone, además, que “procede que se incluya en las bases de licitación un criterio de valuación referido a si los oferentes cuentan con programas de integridad que sean conocidos por su personal. En el caso de los tratos directos, esa materia deberá ser mencionada en algunas de las cláusulas contractuales”.

En la práctica, lo anterior significa que, en lo sucesivo, los procesos de compras de bienes y servicios que realice el Estado al amparo de la Ley de Compras Públicas, comenzarán a contener criterios de evaluación de las ofertas (o cláusulas contractuales en el caso de los tratos directos) tendientes a que los distintos proveedores adopten y sigan planes de cumplimiento conocidos por sus trabajadores, y acrediten así que cuentan con un gobierno corporativo en forma que, a lo menos, haga más difícil la comisión de actos de corrupción.

La duda central que nos deja el Dictamen en este aspecto específico dice relación con la expresión “programas de integridad y compliance”. Este concepto jurídico indeterminado no solo no es el que usa nuestro ordenamiento, por ejemplo, en la Ley N°20.393, que establece la responsabilidad penal de las personas jurídicas, sino que, además, deja en la indeterminación la forma en que se evaluará la existencia y operatividad de estos programas en los procesos licitatorios que se promuevan.

Entendemos que la Contraloría no haya querido – o acaso podido – imponer un traje único a todos los entes públicos contratantes, y, por esa vía, a los diversos oferentes privados. También, que haya adoptado una actitud deferente para con la administración activa del Estado, encargándole a esta la elaboración y ponderación de los criterios a valorar, atendida la realidad de cada caso concreto. Sin embargo, nos parece que la amplitud con la que el ente contralor se ha referido a estos programas deja abierta la puerta para que, por una parte, los órganos de la administración del Estado no tengan claridad sobre si están o no cumpliendo con el mandato de requerir programas útiles a sus proveedores, con las posibles responsabilidades que ello pudiera acarrearles. Y, por otra, para que los entes licitantes impongan exigencias o dispensen tratamientos arbitrarios a los particulares, creando por tanto situaciones de ilicitud e incerteza jurídica.

Asimismo, creemos que la forma en que el Dictamen aborda el asunto puede terminar creando las condiciones para que este nuevo criterio de evaluación se vuelva una mera formalidad, con una ponderación muy menor dentro de los procesos de contratación, terminando así por no ayudar resolver el problema de fondo. Esto pues, si hay múltiples maneras de cumplir con la obligación de tener un programa de integridad y compliance, sin parámetros generales y objetivos que les den forma, entonces la verdad es que la exigencia corre el peligro de volverse un punto irrelevante en un largo check list.

A lo anterior se agregan otros desafíos de política pública. Entre ellos, el de evitar imponer barreras injustificadas a la competencia que traben la concurrencia de oferentes en las licitaciones que se inicien. Y la correspondiente salvaguarda de la igualdad y proporcionalidad en la imposición de cargas a oferentes que pueden ser muy disímiles entre ellos.

Una duda final: ¿tendrán los entes públicos la capacidad y experiencia para evaluar la calidad y operatividad de un programa de integridad y compliance, y para fiscalizar su cumplimiento por parte de sus proveedores durante la vida de un determinado contrato suscrito al amparo de la Ley de Compras Públicas?

Aunque el dictamen deja algunas interrogantes, marca un nuevo escenario para los proveedores del Estado, quienes deberán contar con instrumentos y controles internos que garanticen el cumplimiento normativo y prevengan delitos. Los que vienen serán, sin duda, tiempos de adaptación para ellos.

*Felipe von Unger V. Asociado, Alessandri Abogados

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