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Comentario al libro “Nacionalsocialismo y antigarantismo penal (1933-1945)”
El autor, Javier Llobet Rodríguez, recuerda que "la extensión de la prisión preventiva se emparienta desagradablemente con las facultades que se les daba a las policías durante el régimen nazi para mantener en prisión a personas que no habían sido condenadas...".
El Dr. Javier Llobet Rodríguez ha escrito un libro que se sumerge en un oscurísimo momento de nuestra historia. Sabemos que si hablamos del lapso entre 1933 y 1945 nos estamos refiriendo uno que va desde el ascenso de Hitler al poder hasta su muerte en el búnker en una Berlín tomada por los aliados.
Este jurista costarricense, nacido en Alajuela en 1959, doctorado en Friburgo, autor de decenas de libros y merecedor de varios premios, ha desarrollado la mayor parte de su actividad académica en la Universidad de Costa Rica. En esta oportunidad, su objeto de atención es el derecho penal y procesal penal vigente durante el gobierno nacionalsocialista en Alemania, entre 1933 y 1945.
La espantosa degradación moral que representa el nacionalsocialismo no deja de sorprender, aunque pasen las décadas y hasta los siglos. La banalidad del mal en las palabras de Arendt a propósito del juicio de Eichmann, o el mal desatado, loco, furioso de un juez como Roland Friesler, seguirán resultando incomprensibles e inabordables para la mayor parte de nosotros.
Pues bien, el doctor Llobet se hace cargo de una primera interrogante: ¿Por qué puede ser valioso, a 85 años del inicio de la pesadilla nazi, volver a pensar en ella y, en particular, a pensar en ella desde su significación propiamente jurídica?
La respuesta que Llobet nos entrega es simple y dolorosa: al menos en Latinoamérica, la herencia nazi tuvo una traducción innegable en la doctrina de la seguridad nacional, inspiradora de las dictaduras del último tercio del siglo XX. El derecho penal del enemigo que inspiró a los nazis inspiró también a esas dictaduras, coincidiendo en su brutalidad para torturar y matar a los disidentes y adversarios, compartiendo el odio irracional hacia quienes consideraba amenazas para la comunidad o “la patria” y aplicando un derecho penal y procesal penal “inhumano”, para usar la acertada expresión de Raúl Zaffaroni.
Que los campos de concentración de las dictaduras latinoamericanas parecían la copia patética de Auschwitz, Treblinka o Dachau no es dudoso; o que las policías secretas de los diversos países eran una imitación triste de la Gestapo, tampoco resulta sorprendente. En Argentina se ocultaron nazis prófugos; en Chile, la siniestra Colonia Dignidad, con Paul Schaeffer a la cabeza, era un centro de torturas.
Pero no solo estas dictaduras deplorables son las herederas evidentes del nacionalsocialismo y su concepto romántico-idolátrico-irracional del derecho; también, aunque ahora de modo más disimulado, lo son nuestras democracias, siempre a medio camino en el respeto al otro.
Así, Llobet nos recuerda, por ejemplo, que, en lo más sutil, la agravación de la pena por la reincidencia es un resabio del derecho penal nazi que privilegiaba el derecho penal de autor por el sobre el derecho penal del hecho; nos recuerda también que, en lo menos sutil, la extensión de la prisión preventiva se emparienta desagradablemente con las facultades que se les daba a las policías durante el régimen nazi para mantener en prisión a personas que no habían sido condenadas; y, por si se quiere un último ejemplo de inspiraciones nazis enquistadas en nuestros “Estados de derecho”, se puede pensar en lo que Llobet denomina el “populismo punitivo”, traducido en el afán por exacerbar las penas, disminuir las garantías penales y procesales de los imputados e incluso disminuir la edad de la responsabilidad penal, que en Estados Unidos descansa en el slogan “a crímenes de adultos, pena de adultos”. Ni hablar, por ejemplo, del derecho penal del enemigo que inspira el proceder policial y las actuaciones del Ministerio Público cuando se persigue a “terroristas” o, como en Chile, a los “mapuches”, negándoles el carácter de personas titulares de derechos humanos.
Aquí Llobet nos muestra su estatura moral, cuando nos dice que la lucha contra el terrorismo “debe realizarse dentro del marco establecido de protección de los derechos fundamentales”, porque, agrega, “… aun a aquellas personas a las que se les acusa, o inclusive se las ha condenado, por no respetar los derechos de los otros, debe respetárseles los derechos fundamentales…”.
Examinar, entonces, de cerca al régimen nazi, desde lo jurídico, tal vez nos permita ver nuestras democracias y nuestro cacareado Estado de Derecho con una mirada más crítica y menos complaciente
El libro es extenso. Da la impresión de que quizás faltó una mayor edición, para no repetir las mismas ideas, historias y planteamientos en tantas partes. La prosa, por momentos, no es del todo pulcra.
Pero, dicho lo anterior, es justo destacar que, en cualquier caso, el libro es una investigación portentosa. Solo basta observar las citas a pie de página y la bibliografía completísima para percibir que el Dr. Llobet, de todos modos, ha hecho un trabajo encomiable.
Si hay algo que uno puede esperar de un libro es la ilustración sobre un tema y que lo rescate a uno de su eterna ignorancia. Y eso este libro lo logra.
Nos entrega información interesante sobre la influencia de Carl Schmitt en el ideario jurídico (estoy siendo generoso con esta expresión) del nazismo. Pero el papel de Schmitt, sobre todo a partir de su disputa con Kelsen acerca de quién debía defender la Constitución, es conocido. Lo notable es poder observar de cerca que, más allá de cierta elaboración argumentativa, Schmitt, como otros, era un fanático cuyo razonamiento simplemente se detenía cada vez que su amor a Hitler o su odio a los judíos se lo pedía.
En ese sentido, Llobet permite visualizar que Schmitt era intelectualmente limitado, no por su cerebro, naturalmente poderoso, sino por sus emociones, aún más poderosas. Solo ello explica frases tan absurdas como aquella en que calificó a las leyes de Nüremberg, un dechado de discriminación y abusos, como la “Constitución de la libertad”.
Es interesante saber del nazismo indisimulado de Edmund Mezger, al punto de haber visitado en 1944 el campo de concentración de Dachau; o tomar conciencia acerca del nazismo de Hans Welzel o de las sugerencias estrambóticas de Von Liszt para enfrentar a los “incorregibles”.
Lo que sucede tras leer este libro, es que hay dos grandes preguntas que quedan flotando en el aire, al menos para mí: una es terrible y angustiante: ¿qué es el derecho?; la otra es angustiante y terrible: ¿quiénes somos nosotros?
Cuando me refiero a qué es el derecho, por cierto, apunto a una pregunta cuya respuesta acaso no exista o, si existe, sea muy difícil de obtenerr. Pero no me estoy refiriendo aquí a la inmensidad filosófica de esa pregunta. Me refiero a algo mucho más modesto, a propósito de la tesis de Gustav Radbruch en cuanto a que el arraigado positivismo jurídico en la cultura alemana fue una de las causas de la escasa reacción de los juristas ante el derecho nazi: ¿toda ley es derecho? O, si se prefiere, ¿toda norma que cuenta con la coerción estatal es derecho?
Las leyes de Nüremberg, ¿eran derecho? Las normas procesales penales que abrogaron la presunción de inocencia, que permitieron al juez psicópata Roland Freisler, muerto en la sala del tribunal durante un bombardeo aliado en 1945, enviar a la muerte a miles de imputados que no podían defenderse ni hablar, ¿eran derecho? Las normas que autorizaban la analogía, que podían castigar con la muerte la simple traición al “sano sentimiento del pueblo alemán”, que podían dejar detenido para ser ejecutado o enviado a un campo de concentración a un abogado defensor demasiado perspicaz o comprometido con su defendido, que permitían la aplicación retroactiva de la ley penal más brutal y desfavorable, ¿eran derecho?
La pregunta siempre es acuciante, porque un positivista jurídico emblemático, como Hans Kelsen, quien como judío debió huir de Alemania, era a la vez un demócrata convencido para quien, si el derecho es la ley positiva, no toda orden bajo amenaza de fuerza es ley positiva. En el pensamiento kelseniano, la normativa nazi no cumple el estándar. Entiendo que estas afirmaciones que formulo puedan ser cuestionadas, pero lo que me parece relevante en este punto es la validez de la siguiente pregunta: ¿qué clase de órdenes, estatutos, disposiciones o normas pueden ser consideradas “derecho”? Porque, si se me pregunta, adhiero a la tesis de Radbruch, en el sentido de que la ley extremadamente injusta no es derecho. Por lo demás, en este punto quizás Arendt (citada en la página 98) haya dado en el clavo, cuando sostiene que finalmente, para un régimen totalitario, las leyes, sea cual sea su naturaleza, no tienen verdadera importancia; si esto es así, sería un tanto torpe de nuestra parte asignarles a esas leyes el carácter de derecho, creo yo.
Pero la otra pregunta es, quizás, más terrible aún: ¿quiénes somos nosotros? Ingo Müller, citado por Llobet, escribió un libro llamado “Los juristas del horror”, para referirse a abogados, jueces y académicos que dieron soporte teórico y práctico a la maquinaria judicial nazi. Una maquinaria burda y cuya racionalidad jurídica era escasa, pero cuya eficiencia a la hora de asesinar era proverbial.
Así, por el libro del Dr. Llobet desfilan personajes como Carl Schmitt, Edmund Mezger, Roland Freisler, Maurach, Jescheck, Welzel, Hans Frank (abogado personal de Hitler, condenado a muerte en el juicio de Nüremberg), o Nagler, entre otros, como juristas del horror; en el otro lado, podemos ver como ejemplos de juristas íntegros a Kelsen, Radbruch o Goldschmidt (quien huyó a Uruguay, ayudado por Eduardo Couture).
Si a algo nos obliga este libro es a pensar sobre quiénes seríamos nosotros en el régimen nazi, a qué tipo de juristas perteneceríamos. Pero quizás no haya que ir tan lejos. Quizás debamos ver las dictaduras de nuestros países de hace unas décadas. En Chile, por ejemplo, ¿fuimos ministros de Corte que rechazamos miles de recursos de amparo sin más antecedentes que un papel de la DINA o la CNI asegurando que no tenían en su poder al futuro asesinado y desaparecido o abogados que alegamos los recursos de amparo? ¿Salimos a denunciar la cooptación del poder judicial o presentamos alegatos señalando que la violación de derechos humanos era una imaginación afiebrada de antipatriotas?
Si entendiéramos que el derecho no es lo que un régimen totalitario, del signo que sea, diga que es, estamos obligados a preguntarnos si escogeríamos proteger el derecho frente a ese régimen, o a ese régimen frente al derecho. La respuesta a esta pregunta nos dirá qué clase de juristas somos.
Este tipo de libros duele porque a uno lo obliga a mirarse. Y la imagen que viene de vuelta, muchas veces, no es la mejor.
Un libro enteramente recomendable.